Me llevó al mundo riquísimo de la hispanidad

Guadalupe Loaeza

El dominmgo 17 de junio no fue Día del Padre, sino el de mi padre. El mismo que me gusta evocar bajo cualquier pretexto, como puede ser, por ejemplo, una fecha como la que se celebró ese domingo, la cual, por cierto, al Flaco Loaeza le parecía cur-sí-si-ma.

Aprovecho que se encuentra en el cielo para festejárselo aquí en la tierra y arriesgarme a que alguien vaya con el chisme y le diga que la séptima de sus hijas sigue igual de cursi y ridícula que cuando se despidió de ella hace muchos años.

A pesar de haber pertenecido a la última camada, con los años he comprendido que la influencia de mi padre fue mucho más constructiva y generosa que lo que siempre supuse. Lo más llamativo de todo es que conforme pasa el tiempo, me percato de lo valioso y enorme que es esta herencia. Una herencia que no se puede cambiar en dólares, que no se puede invertir en la Bolsa, pero que representa una fortuna colosal. Sin saberlo, mi padre me dejó una dote que vale muchísimo. Sin saberlo, mi padre construyó en mí los primeros cimientos de un universo sumamente ligado con la hispanidad, lleno de riquezas las cuales no se compran con dinero.

Desde que era niña, gracias a él, en mi casa se atenuó el excesivo ascendiente de la cultura francesa promovida por mi madre. Desde que era niña le escuché decir a mi padre, más bien disertar, casi obsesivamente a propósito de don Quijote de la Mancha. “¿Ya leíste el Quijote?”, le preguntaba a diario a mi hermano, su único varón.

Entonces, su hijo acababa de entrar a la UNAM; era evidente que no le alcanzaba el tiempo entre tantas actividades e intereses normales en un joven de 18 años. De ahí que mi padre mejor optara, ya sea a la hora del café o durante las cenas, por recitarle párrafos enormes de la obra de Cervantes. Si mal no recuerdo el que más le gustaba era aquel que aparece en el capítulo XLII, llamado “De los consejos que dio don Quijote a Sancho Panza antes que fuese a gobernar la ínsula, con otras cosas bien consideradas”.

He aquí lo que le aconseja don Quijote de la Mancha: “Primeramente, ¡oh hijo!, has de temer a Dios, porque en el temerle está la sabiduría, y siendo sabio no podrás errar en nada. Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey, que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra”.

“Así es la verdad —respondió Sancho—, pero fue cuando muchacho; pero después, algo hombrecillo, gansos fueron los que guardé, que no puercos; pero esto paréceme a mí que no hace al caso, que no todos los que gobiernan vienen de casta de reyes”.

Pero volvamos con la influencia de mi padre. Siempre con este espíritu de la hispanidad, nos hablaba, más bien le hablaba a su único hijo varón, de los horrores de la Guerra Civil, pero también se refería a sus beneficios, es decir, a la época en que vinieron a México miles de republicanos, entre los cuales se hizo de muy buenos amigos, como fueron el filósofo Gaos y don Manuel Pedroza, un hombre infinitamente sabio y generoso a la vez. Cuando hablaba de Unamuno lo citaba: “Venceréis pero no convenceréis”, tal como les dijera a los franquistas en un banquete el magnífico rector cuando tomaron Salamanca. Ortega y Gasset fue también uno de sus autores predilectos al que le gustaba referirse: “Yo soy yo y mi circunstancia”. Gracias a mi padre, me repito esta frase como para recordarme que debo ser tolerante, primero conmigo, y luego con los demás.

A mi padre le encantaba la poesía, especialmente la de los autores hispanoamericanos. Nos recitaba Suave Patria, de López Velarde; El romancero gitano, de García Lorca; Civilización, de Jaime Torres Bodet; Las moscas, de Antonio Machado, pero sobre todo le llamaba la atención Rubén Darío. Para él, y por él aprendí, encerrada en mi recámara a piedra y lodo, a los 9 años, aquel poema que cito de memoria: “Margarita, está linda la mar y el viento lleva esencia sutil de azar”.

“Yo siento en el alma una alondra cantar tu acento, Margarita, te voy a contar un cuento. Este era un rey que tenía un palacio de diamantes, una tienda hecha de día y un rebaño de elefantes y una linda princesita tan bonita, Margarita, tan bonita como tú. Una tarde la princesa vio una estrella aparecer, la princesa era traviesa y la quiso ir a coger. La quería para hacerla… un verso, una perla, una pluma y una flor. Las princesas primorosas se parecen mucho a ti, cortan lirios, cortan rosas, cortan astros son así. Pues se fue la niña bella bajo el cielo y sobre el mar a cortar su blanca estrella que la hacía suspirar. De regreso de los parques del señor se miraba toda envuelta en un dulce resplendor. Y el Rey clama: «¿Qué te has hecho? Te he buscado y no te hallé y qué llevas en el pecho que encendido se te ve». La princesa no mentía y así dijo la verdad: «Fui a buscar la estrella mía a la azul inmensidad»”.

Desafortunadamente, hasta allí llega mi memoria, pero lo que sí recuerdo es que el rey puso pinta y barrida a la pobre de la princesa por haber ido a cortar su estrella que la hacía suspirar.

Desde que era niña siempre vi a mi padre con un libro entre sus finas y blancas manos. Lo recuerdo leyendo a Artemio de Valle Arizpe, a Gutiérrez Nájera, a José Vasconcelos, a Quevedo, a Calderón de la Barca y a Lope de Vega. Mi papá era un apasionado del Siglo de Oro Español. Invariablemente, le recomendaba a mi hermana Antonia que leyera las crónicas de Bernal Díaz de Castillo.

“Allí entederás, hija, que la Conquista fue una conquista espiritual”, le decía este hispanófilo inveterado. Igualmente se apasionaba con la obra de Octavio Paz y de Jorge Luis Borges. Ya muy grande leyó no sin sorpresa por el estilo de un joven escritor argentino Rayuela. Le encantó porque, gracias a su prosa, pudo volver a pasear por las calles de París, su segunda ciudad favorita, después de Madrid. El último libro que leyó mi padre fue Pantaleón y las visitadoras, de Mario Vargas Llosa.

Algo que no puedo dejar de mencionar es que a mi padre le gustaban mucho los toros. Cuando todavía no nacía, me cuenta mi primo Manuel Cárdenas que los domingos solían ir juntos a la fiesta brava. Juntos vieron torear a Lorenzo Garza, Manolete y Armillita.

He aquí, pues, la influencia que recibí de mi señor padre y a quien no me cansaré de agradecer por haberme conducida por el mundo riquísimo de la hispanidad.