Quienes conocen la formación institucional de algunos que hoy militan en el “gabinete” de Andrés Manuel López Obrador se preguntan, con sobrada razón, si esos secretarios virtuales siguen convencidos de las convicciones democráticas del candidato de las izquierdas, o si a estas alturas ya tienen serias dudas.

Juan Ramón de la Fuente y Javier Jiménez Espriú, conocidos y reconocidos por su honda vocación social, por haber contribuido en muchos momentos a fortalecer la gobernabilidad del país, aceptaron formar parte del equipo lopezobradorista seguramente por coincidir con las tesis sociales del proyecto.

Sin embargo, la gran interrogante es si, después de ver y experimentar de cerca el estilo dominante de un “Mesías”, su bipolaridad política que va de la república amorosa a la república envilecida, del reclamo democrático a la consigna fascista, siguen opinando que debe ser el próximo presidente de México.

Muchos de los que hoy presenta como parte de su gabinete han tenido experiencia en la administración pública. Varios de ellos, también, abandonaron el PRI por considerarlo un partido autoritario. ¿Cuántos de ellos tienen hoy relación directa con López Obrador? ¿A quiénes escucha y toma en cuenta? ¿Quiénes han discrepado abiertamente con él y han permanecido en el cargo?

El demócrata ejerce la democracia todos los días, así como el dictador impone sus decisiones hasta en el baño. Los integrantes del gabinete de López Obrador estarían obligados a acatar, sin discusión, las órdenes del jefe. Más que acuerdos, análisis o intercambio de opiniones habría líneas de operación incuestionables donde el prestigio y la experiencia de los secretarios de Estado no serían tomados en cuenta.

Durante su más reciente visita a Monterrey, López Obrador volvió, por enésima ocasión, a decirle a los empresarios: “no me tengan miedo”. Los hombres de negocios que hoy lo apoyan deberían preguntarle a Marcelo Ebrard quién le impidió ser candidato a la Presidencia de la República y por qué el jefe de Gobierno tuvo que acatar, sin chistar, la decisión.

¿Que no le tengan miedo? Muchos se lo tienen. La misma violencia que ejerce hacia sus adversarios políticos la práctica hacia adentro de su partido.

López Obrador no puede ser de otra manera. Su naturaleza política y psicológica es ésa, la de un autócrata que utilizaría el Ejército para preservarse en el poder. Un ególatra al que le gusta el culto a la personalidad. La razón por la cual hace constantes llamados al electorado para que no le tengan miedo es porque tiene plena conciencia de lo que es y de cómo es.

Los sociólogos dicen que para identificar a un dictador es necesario examinar sus discursos. Tiene, generalmente, una retórica populista cargada de promesas, dirigida a los más pobres, a los indigentes, se convierte en representante o vocero de los desamparados. Habla como un resentido social. Carga de odio y desprecio sus mensajes. Todos son corruptos, todos son “peleles”. No propone el progreso sino la ponderación de la miseria. El desarrollo, la vida digna, representa para ese tipo de individuos un riesgo para su poder. “Entre más hambriento, ignorante y desarrapado estés, mejor, porque eso garantiza que pueda controlarte.” Hay en sus palabras una fuerte carga de falsa religiosidad. Andrés Manuel ha confesado ser cristiano, y desde su doctrina ve el mundo dividido en dos: en buenos, es decir, él y todo lo que representa; y los malos, todos los que son diferentes de él.

La parte que más identifica a un dictador es el tema político. Los estudiosos señalan que a un dictador no le interesa —aunque parezca contradictorio— lo social. Es recurrente en él la palabra democracia. Es proclive a despreciar las instituciones, a promover asambleas constituyentes para desaparecer los poderes y redactar constituciones que reflejen su particular concepción del poder.

Ese es el hombre que de llegar a la Presidencia de la República mandaría “al diablo” a todos: a sus distinguidos colaboradores, a la división de poderes y a quien se le ponga enfrente.