Carlos Guevara Meza
Una semana después de realizada la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Egipto se dio a conocer el ganador: Mohamed Mursi del partido de los Hermanos Musulmanes. Ganó al candidato de los militares Ahmed Shafiq por menos de dos puntos porcentuales en unos comicios desangelados por el abandono de los electores, pues votó poco menos de la mitad del padrón. Los egipcios no se sintieron representados por dos figuras pertenecientes, a fin de cuentas, al régimen que derrocaron con una revolución que, con este resultado, sigue en veremos.
Ello no le quita importancia histórica: Mursi es el primer civil que llega a la presidencia en la historia moderna de Egipto, y a través de elecciones limpias. El lleno en la Plaza Tahir, el espacio simbólico de la revolución, así lo demuestra. Cuando se anunció allí el triunfo del candidato islamista la multitud rugió un gigantesco “Dios es grande” y estalló en aplausos.
Algunos analistas comentan que el reconocimiento de la victoria de Mursi, con tan poca diferencia, fue producto de una negociación entre la Hermandad Musulmana, los militares y quizá Estados Unidos (que aporta mil 300 millones de dólares anuales de ayuda militar a Egipto, comprometidos en los acuerdos de Campo David de finales de los años setenta, cuando se firmó la paz entre el país árabe e Israel bajo la mediación del presidente James Carter). Lo cierto es que la Hermandad Musulmana ya había ganado con una cómoda mayoría la elección legislativa (que fue anulada después), y que fundada en 1928 ha logrado construir un inmenso aparato que movilizó con eficiencia.
Entre los que votaron a Shafiq habrá que contar no sólo a los militares y los nostálgicos del antiguo régimen, sino también a los que preferían una opción laica, aunque fuera conservadora, a la postura islamista. Pero como se ha dicho, la mayoría simplemente decidió no participar mostrando así su descontento.
A Mursi le esperan momentos difíciles. El ejército se encargó de rasurar la presidencia antes de entregarla, a través de medidas sumarias que tomó pocos días e incluso horas antes de la votación, una vez que, anulada la elección parlamentaria, disolvió el congreso y asumió la función legislativa. Mursi no contará pues con una cámara que lo apoye, y deberá negociar con los militares cada paso que dé. Parece el hombre ideal para el trabajo, pues su fama de negociador es ampliamente conocida.
Y no sólo tendrá que negociar con los militares, también con los islamistas radicales de su propio partido y del salafismo, y también con la izquierda liberal que encabezó el derrocamiento del presidente Mubarak, y también tendrá que administrar los desacuerdos sociales entre las diferentes religiones, y las presiones de Occidente que sigue espantándose con el fantasma del terrorismo islámico y el candente problema de un Israel radicalizado en contra de Irán y desinteresado de las negociaciones con los palestinos. Tantos frentes abiertos significan una sola cosa: que Mursi, pese al aparato de su partido, tiene poco poder. Por lo pronto, en su discurso en Tahir, y en medio de una aclamación gigantesca, Mursi declaró que la revolución sigue. Veremos cuál revolución.


