Gonzalo Valdés Medellín
(Segunda y última parte)
En esta obra la iniciativa de los adaptadores-directores resulta muy cuesta arriba de ser interesante y se vuelve no sólo rebuscada y pretenciosa, sino ingenua, al grado de que, aquello que se quiere audacia dramática, se vuelve humor involuntario, tanto por lo que toca a los amasiatos homosexuales, como a las infidelidades entre los demás personajes heterosexuales. ¿Qué pasa entonces con estas Pasiones peligrosas? Simple: en nuestro tiempo ya no son tan peligrosas sino vulgares. Otro tratamiento, quizás otro contexto, desde luego otra visión de la misma obra habrían podido hacer de esta adaptación de Priestley una puesta de resonancias sociológicas y no un muestrario de evidentes lugares comunes.
En cuanto al rendimiento actoral, ¿quién puede decir que ellos no saben actuar?, ¿quién se atrevería a argüir que ellos no saben entrar en personajes? No obstante, y con todo respeto, los actores están fuera de casting, salvo el caso de Borghetti y la chica Andere, que además actúan con puntualidad; así como de la espléndida Luz María Aguilar, quien hace una caracterización deliciosa en un breve, pero bien construido personaje que corresponde no sólo a su edad, sino a su talante y temperamento comediográfico. Pero con todo lo buenos histriones que pueden ser, ni la señora Andere, ni la señora Aragón, ni el señor D’Amico logran hacer orgánicamente convincentes a sus personajes debido a que, por edad, ya no les corresponden. En el caso de Fernando Allende, se ve a un actor muy correcto, comprometido con su creación y queriendo darle congruencia de galán maduro; casi lo logra, pero el gran corpus de lo erróneo de Pasiones peligrosas no lo ayuda, tal vez sólo su aún gallarda figura y su probado oficio; lástima porque se ve su pasión y su dedicado aliento interpretativo.
Falla también la dirección. Hacer tránsito de actores no es tener un concepto redondo y bien compenetrado de una puesta en escena; a lo largo y ancho el gran aparador edulcorado que diseñó el viejo maestro Antón, los actores se pierden en un trazo reincidente, que provoca monocordes andanadas de diálogos y hace que los intérpretes naufraguen en el armatoste, no obstante bien iluminado por Nava.
Y sin embargo, hay un grado de congruencia elocuentísima en estas Pasiones peligrosas: hacer un teatro comercial poco o nada exigente —estéticamente hablando—, con su grado de pretensión, lleno de figuras populares en la televisión que justifiquen un boleto de alto precio y hagan eco al entorno rutilantemente frívolo del consorcio aquí representado por Tina Galindo; y es cierto que para todo hay público. Es cierto que hay gente que gusta de este teatro que no invita sino a la vana ilusión de ver a las estrellas del canal de las estrellas; verlas, como sea. Pero un teatro, a fin de cuentas, que con todo el esfuerzo humano que contiene, no conduce a un encuentro pleno con el arte.
N.B.- Espero que el maestro Roberto D’Amico, a quien me liga una amistad de años, a quien aprecio y admiro, no me retire la amistad después de estas notas. La crítica a veces es un oficio ingrato; pero lo que es cierto es que la amistad no permite mentiras, y menos aún en terrenos estéticos, a riesgo de pararse en temibles esquinas peligrosas.

