No a las imposiciones desde el exterior
Alfredo Ríos Camarena
Desde que el Fondo Monetario Internacional, a finales de los años 70 y en la década de los 80, presionara a las distintas economías del mundo —especialmente de América Latina—, para imponer el modelo de mercado denominado “globalización”, se introdujo la idea de que era necesario ejecutar, a rajatabla, programas de reforma económica que le llamaron “reformas estructurales”, que tenían por objeto reducir la inflación a base de controlar la oferta monetaria y darle prioridad a la empresa privada, a través del adelgazamiento de los Estados nacionales.
Se manejó el criterio de que el Estado era corrupto y mal administrador, y que el mercado, es decir, la empresa privada, debería sustituir en el manejo de la economía a las funciones estatales; el resultado, como lo relata Joseph E. Stiglitz y muchos economistas más, fue francamente desastroso.
Estas reformas estructurales han pretendido limitar la función del Estado; los medios de comunicación y los simpatizantes acérrimos del neoliberalismo las han convertido en un mantra que se repite, una y otra vez, hasta convertirse en la frase tan gastada de que “son las reformas que necesita México”.
Por supuesto que requerimos reformas, pero lo que no podemos, como nación, es perder la brújula constitucional que le da al Estado nacional la facultad de regir el desarrollo.
La primera reforma, que todo el mundo exige pero con distintas visiones, es la reforma hacendaria y fiscal, ya que si el Estado nacional no recauda lo necesario, para poder ejecutar políticas públicas que permitan el mejor desarrollo de la población, no podrá lograr sus objetivos primarios de desarrollo económico, seguridad y justicia.
Actualmente, aunque se ha aumentado en forma importante el ingreso fiscal, estamos muy lejos de llegar a los niveles de la mayoría de los países del mundo, particularmente los de la OCDE.
El tema fiscal debería ser el prioritario, y por supuesto, no se puede esperar que en el primer Presupuesto de Egresos de la Federación, que apruebe la nueva Cámara de Diputados, se hayan tomado ya las medidas correctivas. Sin embargo, se puede iniciar un proceso que, en uno o dos años, nos inserte en una nueva concepción hacendaria, y en consecuencia, nos abra el horizonte de mejores posibilidades del porvenir.
Sin reforma fiscal todo lo demás no puede ejecutarse ni desarrollarse, pues lo primero serán los medios que el Estado tenga, y sobre todo, la definición clara de sus fines y propósitos.
Las reformas estructurales que nos han impuesto marcan caminos diferentes y sin bien parte de ellas han sido útiles, el nuevo gobierno tiene que diseñar una política que —sin perder los objetivos de la modernidad— observe el legado constitucional e histórico sobre el cual la nación tiene una brújula y un camino.
Las otras reformas que se han planteado como la laboral, la energética, la de seguridad pública, la de ensanchar el derecho a la información, la de controlar la contratación de los medios de comunicación y las de combate a la corrupción, deben estudiarse con sumo cuidado.
Reformas, por supuesto que sí, pero las que la nación requiera y no las que se nos quieran imponer desde el exterior.