Infundado, infundado, infundado. Es el término que más utilizaron los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (Tribunal Electoral) para desechar todas y cada una de las “pruebas” que presentó Andrés Manuel López Obrador para exigir la invalidez de la elección presidencial.

 Con esa resolución, el Tribunal Electoral no sólo reconoce el triunfo presidencial de Enrique Peña Nieto, sino que cierra la puerta a una estrategia sustentada en el engaño que pretendía llevar al país a la incertidumbre. Es importante reconocer el valor y el apego a la ley con el que se condujeron los magistrados. Si se hubiera tratado de jueces refractarios a las amenazas, al chantaje y quién sabe si también al soborno del movimiento lopezobradorista, en estos momentos estarían dadas las condiciones para la ruptura del orden constitucional.

 Si para quienes votaron por Peña Nieto es importante el fallo, más trascendente es para la nación el hecho de que el Tribunal Electoral no se hubiera “doblado” ante la campaña amenazante y difamatoria de las llamadas izquierdas. Durante varias semanas, y hasta los últimos minutos que antecedieron a la sentencia, la institucionalidad del país pendió de la decisión de los magistrados.

 El Tribunal Electoral le hizo otro gran favor a México: demostró con todo detalle que López Obrador representa la degeneración de la democracia.

 A diferencia de lo que él y sus seguidores no pudieron demostrar ante el Tribunal Electoral, otros actores lograron exhibir las razones por las cuales López Obrador pretendió utilizar una institución electoral para mantener vivo un “jugoso” negocio político personal.

 Los contratos multimillonarios que ha otorgado el Gobierno del Distrito Federal a empresas vinculadas a López Obrador, para financiar su movimiento político, son parte de un burdo andamiaje financiero destinado a ocultar la corrupción que existe bajo etiquetas como Honestidad Valiente.

 La conclusión del Tribunal Electoral puede tener varias lecturas, pero una es más importante que otras: se le dio con la puerta en las narices a una forma obscena de hacer política.

 Ningún otro candidato en la historia reciente del país ha tenido que transitar por un camino tan azaroso hacia el poder como Peña Nieto.

 A diferencia de Vicente Fox y del mismo Felipe Calderón, tuvo que esperar —en medio de una campaña perversa— 60 o más días para recibir la constancia de triunfo y ser declarado presidente electo.

 A ningún otro se le ha regateado en forma tan denigrante haber resultado ganador. Nadie, como él, ha sido blanco de una violenta escalada propagandística que ha tratado de descalificarlo lo mismo como político que como ser humano.

 Peña Nieto no sólo ha sido centro de la amargura y frustración de López Obrador, sino de una cultura política generalizada que utiliza la injuria, la satanización y el escarnio para destruir al adversario, sin importar las consecuencias que eso pueda tener para la calidad democrática, la convivencia y la gobernabilidad nacional.

 Hoy queda naturalmente en el tintero la pregunta desafiante para Peña Nieto: ¿y, ahora, qué hacer con la victoria?