Miguel Ángel Muñoz

Cuanto más ciego me reconocía, más luz captaba. J.V. Foix

Para Antoni Tàpies y Fernanda Deschamps, por compartir tantos años de generosidad y amistad.

El dilema del arte de Paul Klee (Mönchenbuchsee, Berna-Locarno – Muralto, Suiza, 1879-1940), no responde a la lejana polémica de abstracción y figuración, sino que se sitúa más en el campo de la autonomía de los signos plásticos, de la lingüística visual de un parte contenido en referencias que fía su capacidad de comunicación a la persuasión sensible de las formas. Son imágenes de sensaciones ordenadas con voluntad de obra de arte. Sensaciones que intervienen en la imaginación del artista y que han sido capaces de configurarse como entidades sensibles dotadas de vida propia.

En el límite reducido de la historia de la pintura moderna, ¿qué circunstancias hicieron posible el estallido de Klee? Tal vez el quiebre del naturalismo francés al trasluz del simbolismo trascendente de Boecklin, la insatisfacción ante el decorativismo vacío del jugendstil, o las comprendas funcionalistas del Sezenssion en Viena y Múnich. Preocupado inicialmente por el dominio de la técnica, toda la primera actividad artística de Klee está dedicada al dibujo y al grabado, en los que consigue unas cuantas obras maestras coronadas con sus ilustraciones del Candido, de Voltaire. Lenta, pero firmemente, va asimilando y reflexionando críticamente sobre la revolución plástica de la vanguardia, cuyas aportaciones expresionistas conoce muy directamente en Múnich. También se interesa por la obra de los cubistas de París, especialmente por la de Picasso y Delaunay. Toda esta información acumulada no tiene, sin embargo, una repercusión directa en su obra hasta que realiza un viaje a Túnez, en 1914, donde tiene una especie de revelación que le descubre la fuerza expresiva del color y de la luz. Es entonces cuando se produce un estilo Klee genuino, y es en ese tiempo cuando resuelve toda una serie de dudas y contradicciones que le habían preocupado intensamente los años anteriores, Abstracción en un motivo de Hammaned (1914) o Sin título (1914), son ejemplos suficientes. Y es precisamente, a través del dibujo, que se aleja de las geometrías cubistas y contrapone una dimensión más de transparencias coloreadas que evocan las manchas volumétricas de Cézanne. Realiza en ese momento toda una serie de obras orientadas hacia la abstracción, pero en las que, a diferencia de Kandinsky, ciertos elementos figurativos no desaparecen por completo. Klee va aquí mucho más allá de las aspiraciones de la pintura paisajística de finales del siglo XIX: del impresionismo y del puntillismo, así como del paisaje cubista y expresionista, al intentar combinar la cercanía y la lejanía con diversos fenómenos de luz y sombra. Es en 1919 donde se sitúa el inicio de una línea narrativa, en la que predominan las asociaciones visuales exigidas por el color y el tono, dejando a la línea el subrayado del contorno. ¿Paisajes o espacios de color? ¿Adónde? Jardín joven (1920), Emma (1920), con informales caligrafías en tinta china.

El dibujo, la acuarela y el óleo son los instrumentos simultáneos de un trabajo constante sobre las cartografías y trazos lineales que dan lugar a un mundo orgánico de signos, transfigurado en espacios inéditos, equilibrados o en movimiento, dotados de ritmos propios y poblados de juegos lineales, planos, sobre posiciones, sombreados, analogías figurativas… Todo aquello que, en palabras de Klee, definió como el objetivo del arte moderno: “No reproducir lo visible, sino hacer visible”. No son signos autónomos ni neutras intuiciones gestuales, sino auténticas constelaciones de signos que configuran una dinámica precisa, como vio con irrepetible mirada Joan Miró.

Paul Klee fue siempre un espíritu independiente e individualista, con una técnica depurada hasta lo maníaco, y dotado de una excepcional capacidad para la teoría artística. Es lógico, porque su talento y originalidad indudables le impiden alinearse en alguna tendencia o grupo, a la vez que tampoco da pie a ninguna escuela; él precisamente, que empeñó, gran parte de su vida a la tarea de enseñar, aunque, eso sí, criticando siempre a los maestros que, en vez de ayudar a sus alumnos a encontrar su propio camino hacia la creación, tratan de imponerles el suyo. Por otra parte, aunque siempre gozó de enorme prestigio en los cenáculos de entendidos, hay que esperar a los años cincuenta, cuando triunfa la abstracción de posguerra, para que su nombre se haga tan popular como el de Picasso o Kandinsky. Pero, a pesar de todo, con todos los reconocimientos y medallas de la modernidad institucional, Klee permanece siempre esquivo, un poco inalcanzable; en su aristocrática impenetrabilidad, un desafío.

A partir de 1920 y 1930 Klee decide dar clases en la Escuela de Arte y diseño en Weimar, donde recupera la amistad de Kandinsky. Son años de reflexión y autocrítica constantes. Las notas de sus cursos indican un riguroso proceso de disciplina formal, de trabajo de las formas a través de la negación de las tradicionales estrategias figurativas del realismo ilusionista: perspectivas sobrepuestas, que en definitiva construyen en el espacio múltiples puntos de vista, y desde luego, de la investigación de la dimensión formal de los colores primarios. Equilibrio de volumen y masa, dirección y movimiento, que serán al paso de los años de una serie de construcciones que denotan una austera contención expresiva: Arquitectura y Eros, ambos de 1923. Klee crea unos signos plásticos que desbordan su capacidad imaginativa y demuestran en su pintura cómo la observación se vuelve vivencia y cómo se convierte en una realidad sensible, que el crítico inglés David Sylvester ha calificado este proceso como “vibraciones Klee”: Omega, 5 (1927), Higuera (1929), Canción árabe (1930), Desierto de piedra (1930), son cuadros producto del intercambio entre formas percibidas y formas imaginadas. Una cuadrícula polícroma divide la superficie y establece el balance que equilibra los colores seleccionados, que consiguen un mínimo de gradaciones de tono, como simples analogías musicales, que se manifiesta de modo total en sus dibujos de la década de los treinta.

La razón para esta difícil asimilación de su obra procede del rigor insobornable con que se la plantea, alcanzando los niveles de mayor hondura de todo el arte de vanguardia. Esto se refleja de manera muy evidente en sus abundantes escritos, una parte de los cuales todavía están en trance de publicación. Entre todos ellos, ocupan un lugar destacado sus Diarios, el testimonio más penetrante de lo que ha significado la creación artística del siglo XX. Este problema le obsesiona hasta la muerte, y se refleja en el bello epitafio que eligió como clave de su destino consciente de artista: “Soy impalpable en la inmanencia. Resido entre los muertos y entre los seres que aún no han nacido. Algo más próximo al centro de la creación que lo habitual. Pero nunca tan cerca como desearía”, escribió casi confidencialmente en 1918.