Es densa como el álgebra, rígida como la física y complicada como la filosofía
José Elías Romero Apis
Escribo estas líneas en Roma, donde vine a cumplir compromisos académicos. Pero al estar aquí recordé Casi el paraíso, la famosa novela de Luis Spota y a su protagonista italiano, también insertado en su obra Paraíso 25.
No tuve la oportunidad de trabar una amistad maciza con Luis Spota, aunque me habría gustado. Cuando él ya era un escritor muy renombrado, yo apenas era un niño y cuando murió yo era, tan solo, un joven abogado con una vida de relación muy modesta.
Sin embargo, siempre me trató con una franqueza muy afectuosa, quizá por su añeja amistad con mi padre. Fue así como, un día, me dijo que escribir una buena novela de política era casi imposible. Desde luego, esa afirmación me resultaba inaceptable viniendo de quien había escrito una docena de novelas políticas de excelente factura y así se lo dije.
Pero procedió a explicarse con mayor precisión. Me afirmó que sus verdaderas novelas eran Casi el paraíso, La carcajada del gato o La sangre enemiga, entre muchas otras. Pero que su saga de política no estaba formada por novelas sino por crónicas de lo visto por él, pero no inventado. Que la realidad de la política siempre supera a la imaginación del novelista. Y que, por ello, quien pretende “inventar” una historia de políticos siempre se queda en lo plano, lo baboso y lo aburrido. Tenía razón. El tiempo y la vida me han demostrado que los mejores libros y películas de política se refieren a personas y a hechos reales.
La complejidad de la política puedo resumirla en dos pasajes. Uno de ellos se refiere a cierta ocasión que Richard Nixon se extrañó mucho de que una dama poco lúcida le preguntara si era muy divertido ser presidente de los Estados Unidos. La alta política puede ser interesante, apasionante y hasta obsesionante, pero nunca “divertida”.
Así son muchas profesiones. Pienso en la mía, que es la justicia penal pero, también, pienso en la neurocirugía de cerebro o en la guerra moderna. Jamás podría decirse que es muy divertido abrirle a alguien la cabeza o sacarlo de la prisión donde lo enchiqueraron o matar a los enemigos de la nación. Puede ser un deber o un mérito pero no una amenidad.
De la misma manera, gobernar es, en ocasiones, muy complicado, muy angustiante y hasta muy doloroso. El verdadero político tiene que darse cuenta de mucha injusticia, de mucha pobreza y de mucha desesperanza y no todas ellas las puede remediar, aunque lo quisiera.
Pueden ser muy divertidos los eventos protocolarios, los viajes, los privilegios y los oropeles de la política. Pero no los deberes ni los riesgos ni las consecuencias de la política. Nixon no pensaba en sentarse en el Salón Oval ni en volar en el Air Force One ni en escuchar el Hail to the Chief. Pensaba en salirse de Vietnam, en la apertura con China, en el embargo petrolero, en el abandono del patrón-oro, en Rusia, en Israel y en Watergate. Nada de eso era divertido sino muy serio y más complicado de lo que podría idear un fabulista.
El otro pasaje es un mero referente de explicación de la vida del político de alto nivel. Porque todos los presidentes han tenido el ansia de hacer algo por su país. Algunos triunfaron y otros fracasaron pero estoy seguro que todos lo intentaron. Ninguno fue impulsado por el deseo de dormir en la Casa Blanca o de comer en Los Pinos donde, por cierto, la comida es muy regular y esto me sirve para explicarme.
Digo que la cocina presidencial va de regular a mala por la sencilla razón de que allí se prepara la comida de un presidente y esta suele ser frugal, insípida y rápida. Sin irritantes, sin aromatizantes y sin saborizantes. Casi siempre sin salsas, sin aperitivos y sin vinos. Su “dizque tampiqueña” es un bistec a la parrilla guarnecido con brócoli y puré, no con rajas, guacamole y frijoles refritos con totopos. Su “dizque caldo tlalpeño” es una aburrida minestrone. Esta comida se parece a la de un hospital no a la de un buen restaurante, mucho menos a la de una suculenta cantina. Por eso, comer con los presidentes es interesante, pero no sabroso. Por eso, quienes hemos tenido la oportunidad o la obligación de comer allí, de antemano agendamos, para la noche, una cena de “a-de-veras”.
Desde luego, el presidente podría pedir un guaxmole de caderas. Pero asume el sacrificio de cuidar su estómago, su salud, su peso, su semblante, su hálito, su lucidez y su tiempo, como uno de los muchos sacrificios que el gobernante tiene que soportar con entusiasmo y sin fatiga.
Por eso casi todos los novelistas son muy malos para hablar de política. La ven muy elemental y muy primaria. Y, por lo mismo, el político que ve la política como novela es muy mal político. Casi todo lo ve con un maniqueísmo muy simple y muy primitivo. Cree que la vida es una lucha de los buenos contra los malos, como una mala telenovela y, desde luego, que él pertenece al bando de los buenos. Su programa, su partido y su discurso son los de un paladín. Lo contrario es la villanía.
Así, también, es una excreción decir que la política está muy aburrida. La política real es tan densa como el álgebra, tan rígida como la física y tan complicada como la filosofía. Es interesante pero no risueña.
