Carlos Olivares Baró
Provenza, Alpes, Costa Azul, Toulon, Francia: Islas de Hyères. La alocución que bordea los deseos: el mar. “La palabra sufre exilio./ De todas las palabras/ hay una con la que nos quedamos./ La palabra única”: una niña inscribe en su semblante la salitrería humedecida del aura. Finales de los años treinta. Una familia de republicanos españoles cruza el océano. Cuba se alumbra con un quinqué, las tapias grises de las hondonadas se confabulan con la noche. La niña juega con muñecas de sal, no mira atrás: “Barcos, olas, espumas y peces”. El tiempo teje todos los linderos. El tiempo esparce sus hebras por las rondas del tiempo. El tiempo entra al refugio del silencio y erige una música blanda en los ojos de la niña. “Llegué a Cuba proveniente de Francia, Hyères, cuando tenía dos años. Mis padres se establecieron tres años en Caimito de Guayabal, un hermoso pueblecito muy cerca de La Habana, en lo que yo diría que fue el lugar de la infancia perfecta, fue mi época de oro. Por razones de trabajo, mi padre tiene que venir a México y así llegamos aquí y nos quedamos para siempre. Pero, tengo una carga, una acumulación de exilios que merodea también lo lingüístico. El francés por un lado, y el habla española por otro”, comenta Angelina Muñiz-Huberman (Hyères, Francia, 1936), quien acaba de dar a conocer Rompeolas, volumen editado por el Fondo de Cultura Económica que recoge su poesía de 1982 a 2011. Infancia, bisbiseos, itinerarios, ciudades, dársenas, colindes, angustias, tribulaciones… Los versos de Angelina Muñiz-Huberman perpetúan la orfandad del expatriado y dan tumbos entre la música callada y el grito que merodea la hora última. Sentido metafísico quevediano y trazas de Garcilaso de la Vega, San Juan de la Cruz, Miguel de Unamuno, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Gerardo Diego, María Zambrano y Paul Celan. “De niña me aprendía de memoria poemas de Lorca, Alberti, Machado y Unamuno. Empecé a escribir versos desde muy joven, pero mi padre, que componía sonetos y versos medidos, me decía que no, que mis poemas eran muy malos. Le tengo mucho respeto a la poesía por eso publiqué mi primer poemario en 1982, a los 46 años”, señala la ganadora del Premio Xavier Villaurrutia, 1985 (Huerto Cerrado, Huerto sellado). Vilano al viento. Poemas del amor y del exilio (1982): raíces, peregrinaje, azares marítimos, desarraigo, emigración, noche y silencio, expiración: “el espejo roto, multiplicado,/ y las mismas palabras/ que usaron los que llegaron antes,/ serán para ti y para mí,/ nuevo orden descubierto/ en tu primera sílaba/ y en mi primera sílaba”. Nómada en las cifras del polvo: sin pórtico ni ofrenda, sin el brocal del pozo, sin patio, sin tabique ni yedra. El viento prefigura la lejanía que el caminante ahuyenta en su sigilo. En este inicial cuaderno, la autora de Morada interior (1975) prefigura la semántica recurrente —obsesiva— de algunos de sus poemarios posteriores: La memoria del aire (1995)/ “Todos los paisajes en cielo de silencio/ Todos los paisajes en fragmento fingido”; La sal en el rostro (1998)/ “El destierro es el amor./ En el extremo de la desnudez es el amor”; Conato de extranjería (1999)/ “Invisible hilo de la muerte/ invisible corte”; La tregua de la inocencia (2003)/ “Despacio nombra los poderes del alma”; Rompeolas (2011)/ “La verdad, verdad/ es que no pertenezco/ a ningún país// ni cielo, ni tierra// Mi patria es el mar/ pero tampoco/ pertenezco”. Carta de ciudadanía que se caligrafía en la orfandad. Pertenencia que se comparte con el quebranto. Alejamiento que es presencia. El sueño, fronda que se alimenta del limo de los zaguanes. “La poesía no es ficción; creo en el poema como una verdad”, puntualiza Angelina Muñiz-Huberman. “Agua del exilio que limpia./ Amor que purifica”. Rompeolas o un entretejido y venturoso avatar por el arcano que tiñe el dolor de la vendimia del exilio y las bonanzas del amor a la intemperie.


