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El sexenio de Felipe Calderón en materia de seguridad concluye con un espectáculo informativo degradante que daña y ofende a la sociedad mexicana.

Decir que El Lazca es una leyenda urbana y permitir que el comandante Ardilla utilice las pantallas de televisión para burlarse por los 72 indocumentados que presuntamente asesinó en San Fernando, Tamaulipas, constituye una derrota política de este gobierno.

Hay formas y formas de medir los éxitos de una administración. El presidente saliente insiste en tasar el éxito de la “guerra” contra el narcotráfico por el número de supuestos delincuentes que las fuerzas de seguridad han aprehendido o exterminado. Sin embargo, Calderón no pudo a lo largo de su sexenio ganar la batalla que, al final del día, es la más importante de todas: la batalla por la credibilidad.

La sociedad mexicana no le cree a Calderón, no le cree al secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, a la procuradora Marisela Morales o a las fuerzas armadas cuando presumen el desmembramiento o abatimiento del crimen. Y esto, que parecería simplemente anecdótico, no lo es. Significa que el gobierno no cuenta con el imprescindible respaldo de la sociedad en una lucha en la que debería estar involucrado todo el Estado mexicano.

La derrota política de Calderón en la materia es, entonces, innegable. Los autores del Waterloo están plenamente identificados. Entre otros, una estrategia de comunicación cuyas características y efectos son tan graves como la violencia misma.

Cosa de medir qué produce más daño a la sociedad, el poder de un capo sobre un municipio de 100 o 200 mil habitantes, o una noticia mal presentada que, al ser difundida a través de los medios electrónicos, llega a todos los habitantes del orbe con consecuencias similares a las de un arma de destrucción masiva.

El llamado comandante Ardilla fue presentado ante los medios de comunicación como si se tratara de un clown siniestro que aprovechó la ocasión de estar frente a las cámaras de televisión para acrecentar su fama y burlarse, con todo tipo de muecas burlonas y ademanes obscenos, de quienes lo acusan de haber asesinado a más de 300 personas.

Cabría preguntarse si este manejo informativo contribuye a desalentar la cultura delictiva, o si termina convirtiéndose en un aliciente para que muchos otros psicópatas busquen pasar a la historia convertidos en show men del crimen organizado.

La desaparición del cadáver de El Lazca, la carencia de un protocolo para identificar y resguardar el cadáver, la puesta en marcha de un operativo sin saber a quién se atacaba, dejó otra vez en evidencia la anemia profesional, la rivalidad y falta de coordinación entre cada una de las instancias responsables de la lucha contra el crimen organizado.

Pero en este caso, como en el anterior, se llega a lo mismo: un anárquico manejo informativo que convierte la lucha contra el crimen en un circo vulgar que termina por dinamitar la seriedad que debe tener un asunto íntimamente relacionado con la seguridad nacional.

La desaparición del cadáver de El Lazca no sólo representa, como algunos dicen, un acontecimiento propio de país surrealista, sino el mejor epitafio que pudo tener una estrategia anticrimen que ha carecido de credibilidad.