Rafael Solana

Puesto a memorizar (y muchos años esperé para ello, pero creo que ya me toca) vuelvo los ojos al pasado y entre las estampas que vienen a mi memoria encuentro una llena de juventud y de frescura: habrá sido allá por el año de mil novecientos treinta y pocos, es decir, han pasado ya más de cin­cuenta inviernos desde entonces, una mañana de sol nos encaminamos un grupo de jóvenes a la Procuraduría de Justicia, cuyas oficinas estaban en ese tiempo en la primera cuadra del Paseo de la Reforma, región de la ciudad que nos era más conocida por la ubicación en ella del “Walkiki”, que era una muy popular sala de baile e ingestión de bebidas, que por ningún otro motivo. Allí habrían de estar, algunos años más tarde, las oficinas de la campaña del candidato oficial licenciado Miguel Alemán. ¡Qué lejos estábamos aquellos estudiantes de imaginar que alguna vez por lo menos dos de nosotros ten­dríamos nuestro domicilio en ese Paseo, que era una de las zonas más elegantes y costosas de la Metrópoli!.

¿Quiénes éramos y qué íbamos a hacer a la Procuraduría? Éramos estudiantes de Leyes, y nos llevaba a tal sitio el propósito de solicitar una entrevista con el señor Procurador de Justicia, licenciado Emilio Portes Gil (que ya había sido Presidente de la República) con objeto de respetuosamente pedirle la libertad de un compañero nuestro que había sido detenido. Nuestro compañero preso, que todavía en ese tiempo no se había revelado como el gran escritor que llegó muy pronto a ser, era Maximiliano Revueltas, que ya había sustituido su rimbombante nombre de pila por el más sencillo de José, que es con el que ha pasado a la historia literaria. En el grupo, que no era muy numeroso, estábamos, entre pocos más, los siguien­tes, todavía ninguno famoso: Octavio Paz, Efraín Huerta, Enrique Ramírez y Ramírez, Pepe Alvarado, yo mismo (tal vez Héctor Bernal, Tránsito López y el “Chamaco” Avalos, que no escogieron la carrera de las letras y dejaron que sus nombres se fueran perdiendo). Revueltas era conocido sólo porque su apellido era el de los de sus hermanos, ya ilustres: el pintor Fermín, autor de algunos de los frescos de la Escuela Nacional Preparatoria, y el músico Silvestre, subdirector de la Orquesta Sinfónica de México, violinista notable, y que comenzaba ya a ser conocido como compositor, el más importante que México ha dado. La hermana menor, Rosaura, todavía no se entregaba al arte de la actuación, en el que brillaría en Berlín, en el Berliner Ensemble, al lado de Bertold Brecht y de Helene Weigel, y también en el cine norteameri­cano, para el que filmó La sal de la tierra.

Todos los que formábamos aquella tropilla nos podíamos identificar como “jóvenes de izquierda”, y muchos solíamos por las noches salir con botes de engrudo a pegar en las paredes del barrio estudiantil El machete, que era el periódico clandestino del Partido Comunista, en cuyas células aspirábamos a ser admitidos (aunque a Octavio Paz no lo recuerdo claramente en esta actividad al margen de la Ley). Don Emilio, que me impresionó por el fuerte olor de la brillantina aplicada a sus cabellos, nos recibió de inmediato y nos trató con casi paternal cortesía. Nos concedió la libertad de Revueltas, que pronto volvió a caer en manos de la policía, hasta ser deportado a las Islas Marías, donde escribió Los muros de agua, uno de sus más bellos y rebeldes libros.

¿Qué ha sido, medio siglo después, de aquellos inquietos muchachos? Revueltas murió sin abdicar de sus ideas revoltosas; Efraín Huerta tampoco renunció nunca a ellas, pero pasó a vivir, de los barrios de Guerrero (calle de la Magnolia), Tlatelolco (plaza de Santiago) y La Tabacalera (calle de José María Iglesias) a la más burguesa colonia Polanco (calle de Lope de Vega); Octavio llegó a ser embajador, se volvió un best-seller y hoy, amigo de presidentes y frecuentador de reyes, pasó a vivir como rico en el Paseo de la Reforma (a la altura de Guadalquivir); Pepe Alvarado alcanzó la rectoría de una Universidad burguesa, la de Monterrey; Ramírez y Ramírez, diputado de mucho prestigio dentro del partido oficial, fundó un diario, de prestigio muy sólido, y se hizo un periodista prominente. Yo mismo llegué a ocupar algunos modestos cargos burocráticos, avancé en la carrera de periodismo, llegué también a rector de un centro universitario, menos burgués que el de Alvarado, pero sin dejar de serlo, acepté premios que me alargaron varios presidentes. De los poco menos que anarquistas de cuando teníamos dieciocho años, ¿qué ha quedado, en los que hemos alcanzado a ser septuagenarios, sin contar a los que ya rindieron su inexcusable tributo a la muerte?

Sólo Octavio Paz y yo nos conservamos vivos, de la parte medular de aquel grupo de jóvenes rojillos; y ya ninguno de nosotros responde a ese color que de adolescentes tuvimos. Paz, al contrario, periodista y estrella de la televisión, es poco menos que el portavoz de las derechas, o, con poca razón o con mucha, como tal suele señalársele. Y yo también adquirí un tinte de cierto conformismo, que es el preciso del color blanco de mi cabeza, el que corresponde a mi edad, de ya muy poco menos que centenaria.

Le dije a la periodista María Idalia, que me entrevistó: “Es que hay un tiempo de ser incendiario… y otro de ser bombero”.

7 de septiembre de 1990