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La presencia de Enrique Peña Nieto en Palacio Nacional, desde donde dirigirá el primer mensaje a la nación, no es un recurso palaciego —como afirman los jilgueros lopezobradoristas— sino el regreso a la forma republicana de concebir y practicar el poder.

Un estilo abandonado desde hace varios sexenios no sólo por los gobiernos panistas, que confundieron la sobriedad y la sencillez con la simplonada, sino por una izquierda decidida a tomar tribunas y a colocarse máscaras de cerdo con tal de salir en televisión.

Peña Nieto llega a instaurar la república, tanto en su fondo como en su forma, para, entre otras propósitos, regresar al Ejecutivo federal la imagen de seriedad, credibilidad  y respetabilidad que había perdido.

Todos, sin excepción, hemos sido autores del descrédito de la Presidencia de la República, y todos, también sin excepción, hemos pagado los costos de su descrédito. La principal culpa recae, sin duda, en quienes han ocupado el cargo, pero también en quienes acostumbran confundir la democracia y la libertad con el trato barato y vulgar hacia la figura presidencial.

El próximo 1 de diciembre, los mexicanos ya no quieren escuchar ni ver en las pantallas de televisión a un personaje audaz que, al estilo Vicente Fox, prefirió abrir la ceremonia de protesta saludando a sus hijas —“¡hola, Cristina!”—, antes que jurar sobre la Constitución. Tampoco a un orador de voz aguardentosa cantando El Perro Negro en un podium con los logotipos oficiales del gobierno federal, como lo hizo hace días Felipe Calderón.

El 1 de diciembre los mexicanos esperan recibir de Enrique Peña Nieto un mensaje claro y contundente, sin ambigüedades y con evidentes definiciones de cambio. Un cambio que tendrá que notarse no sólo en el proyecto de país que buscará  trazar, sino en la forma y estilo mismo de presentarse por primera vez ante la nación como presidente de México.

Cada protagonista de la política ha dado a Palacio Nacional un uso diferente de acuerdo con sus convicciones y mentalidad. Para los mandatarios panistas, se trató de un local más, vacío de contenido y sin significado histórico, al que,  malhumorados, obligadamente tenían que ir cada 1 de mayo o 15 de septiembre.

Andrés Manuel López Obrador llegó a verlo como un buen  dormitorio. Quería —de ganar la presidencia— sentirse Benito Juárez acostado en la cama del Benemérito.

Peña Nieto proviene de una entidad donde los políticos conservan y preservan la forma republicana. Les gusta hablar de usted, el protocolo, el cultivo del rito que contrasta con el pragmatismo hasta majadero de otras culturas políticas.

Sin duda, la forma tendrá que ser complementada con un gran mensaje de fondo capaz de cerrar el círculo. La república tendrá que ser revivida en la imagen, pero sobre todo en el contenido de las palabras.

Hay principios, conceptos que necesitan ser resucitados en la toma de posesión como ejes rectores del futuro gobierno. Se espera que las primeras palabras de Peña Nieto tengan como sustento la justicia social y estén dirigidas a los 57 millones de mexicanos inmersos en la pobreza.

No hay nada más republicano ni más democrático, ni más moderno, que dedicar un gobierno a exterminar de raíz el hambre y la improductividad.

La izquierda más violenta, la del chantaje y la amenaza, la que no sabe hacer otra cosa más que buscar notoriedad, la fotografía de primera plana, la imagen televisada, anda muy contenta por considerar que obligó a reducir el cambio de poderes en San Lázaro a un “comes y te vas”, sin darse cuenta de que logró el “milagro” de dar otra vez vida y sentido histórico a la política en el mismo Palacio Nacional.