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Desde Palacio Nacional, Enrique Peña Nieto marcó los ejes fundamentales de su gobierno. La línea vertebral de su mensaje consistió en decir cómo, durante su sexenio, serán recuperadas las facultades y responsabilidades fundamentales del Estado mexicano, olvidadas y abandonadas, cuando menos, desde hace dieciocho años.
Esto explica porqué, como primer acto de gobierno, decidió convocar a un Pacto por México con las tres principales fuerzas políticas del país.
¿Qué significa este pacto? ¿Cuál es su esencia? Significa que el presidente de la república retoma la obligación constitucional, ética y política de operar como un gran tejedor de acuerdos para lograr la estabilidad del país.
A diferencia de hace seis años en que hubo, desde la Presidencia de la República, una declaratoria de guerra, el pasado 1 de diciembre, se dio una declaratoria de paz y el compromiso del nuevo gobierno de utilizar todos los recursos jurídicos, económicos y políticos a su alcance para construirla.
Tal vez, ésa es la razón por la cual Peña Nieto no utilizó en ninguno de sus tres primeros discursos como presidente de México los términos narcotráfico, crimen organizado o cárteles de la droga. Digamos que una de sus primeras y grandes acciones fue desnarcotizar el discurso político.
Sin darnos cuenta y sin que se disparara una sola bala, la primera acción del hoy jefe del Ejecutivo federal fue derrotar la cultura del crimen al expulsarla del discurso.
Durante el mensaje que dirigió a las Fuerzas Armadas tampoco se refirió por su nombre al crimen organizado. No habló como guerrero, como alguien a quien de pronto le da por disfrazarse de militar, sino como un jefe de Estado que le pide al Ejército y a la Marina lo más importante para preservar la paz: su lealtad a México.
Esto no significa que haya eludido u olvidado uno de los problemas más graves del país, como es la lucha contra la droga. Lo que hizo fue darle un trato con soluciones integrales, totalmente distinto del que se venía dando.
¿Cuál es ese trato? Lo explica a lo largo de las primeras 13 decisiones que anunció en Palacio Nacional y en los 95 puntos que contiene el Pacto por México.
Más que con soldados, tanques de guerra, policías o reclusorios, su gobierno parece estar decidido a hacer frente al delito combatiendo sus orígenes sociales: pobreza, hambre, desempleo, mediocridad educativa y crisis de valores.
El discurso que pronunció en Palacio Nacional tiene otra lectura interesante. Se atrevió a tocar a los llamados poderes fácticos. El aplausómetro llegó a su clímax cuando dijo que llegarían a su fin las plazas vitalicias para maestros sin méritos.
Ese 1 de diciembre también quedaron muy claras las diferencias entre alguien que proponía y daba las bases para reconstruir el país, y otro que insistía e insiste en destruirlo.
Andrés Manuel López Obrador murió políticamente en la avenida Juárez de la ciudad de México. En cada piedra, petardo, bomba molotov que los llamados anarcos arrojaban a los policías; en cada ventanal, negocio saqueado, en cada acto de furia cometido contra la ciudad y la ciudadanía, quedó grabado su epitafio.
Todo México vio en las pantallas de televisión la violencia que desataron premeditadamente una serie de pandillas, perfectamente bien financiadas y organizadas.
Todo mexicano sabe también quién o quiénes están detrás de esas células. Los padres de familia que, con justicia o sin ella, reclaman a las autoridades la liberación de sus hijos olvidan dirigir su principal reclamo a quien hoy utiliza a los jóvenes para mantener vivo su movimiento.
Las organizaciones de derechos humanos no sólo deben defender a quienes fueron detenidos injustamente sino a los policías que fueron agredidos sin piedad y a los millones de capitalinos que, sin importar su filiación política, sólo quieren vivir en paz.