Mariana Bernárdez

Heriste mi corazón con tu palabra y te amé. San Agustín Libro X, Capítulo 6: 8. Un árbol crece, lo escucho respirar por las noches, sus hojas acarician las letras que escribo y lo que deletreo se enraíza en mis ojos, huella del sonido es la sombra de su movimiento y la sutileza de su vaivén alumbra lo fugaz de su aparición. Lo cierto es que hay escasas referencias sobre su existencia. A veces es descrito como un latigazo o relampagueo, pero de tan sucinta la imagen pareciera más la duda quien cimbra la posibilidad de su hallazgo que la certeza de su pálpito. Su aparición acrecienta el deseo y su no aparición la desesperación en su credibilidad. Su figura se diluye entre la niebla de la memoria, ¿o queda en ese espacio de donación donde la conciencia alumbra el encuentro con lo remoto? A saber… Su búsqueda exhaustiva conforma el relieve que acusa al tercero ausente, señal de que lo palpable es un hueco que va deshilándose al paso de los días, como si alguien pudiera asomarse de entre la celosía dibujada en su distancia o como si la alegría que derrocha a través de su eco solventara la hora altísima de la tormenta. En otros momentos simples, donde la vida se manifiesta en su plenitud, se le toca, por ejemplo, cuando siendo niños se toma un puño de mar y queda el vestigio del brillo de la sal en la piel, cuando asombra la fluidez del agua, o cuando la espuma es la piedra de toque que anuncia su paso. Si se trata de adivinar su rostro nada permanece, por eso rebasa explicación alguna el temblor que algunos venturosos señalan como evidencia. Habita en su remanso el balbuceo que busca apresar la evanescencia propia de la materia que, aún cercana al sueño, resguarda lo no volátil de lo efímero. Y la palabra en su advenimiento despierta el recelo de que detrás de las letras la mirada es atravesada por otros ojos. La emoción que predomina primariamente es la sorpresa y lo maravillado, pero después sobrevendrá el anhelo en su manifestación negativa: el ansiar como trasfondo de la dolencia mal llamada ansiedad que en los vericuetos de la discusión se erigirá en el bastión de la angustia. Tanta zozobra encalla en los arrecifes de la risa, don apreciado y desapercibido, pero sin duda el más enaltecido en su gracia. La sílaba se detiene en los labios, no atreve su ser y su pronunciamiento, el precipicio del aire es un infinito que le hace volver a la rama y a la hoja, su no decirse es una duración que es más alba en su nacerse luz. Letra que procura ser savia o línea que se desliza por el manantial del latido rayando ríos en la corteza que abriga la pulpa y la resina. Sisea y seduce, cerrando la distancia del equívoco, inocencia perseguida que desaparece en el aliento que roza la piel del fruto. No hay cabida ya para el gorjeo del silencio. Queda la dolencia, el hueco entre las costillas, la respiración entrecortada, el cuerpo que yace cobijado por el espesor del follaje. Arrebujado sabe que de incorporarse la niebla invadirá los resquicios del recuerdo y la certeza de alguna vez haber sido una palabra pura. Mordedura. Pliegue. Hendidura. Dentro. Espina. Devastación del olvido, caligrafía de arena que el viento inscribe en su marcha. La semilla cae y un árbol despliega su anchura, testigo de la saeta que es marca de agua en el corazón del hombre.