Quienes aseguran que Enrique Peña Nieto se parece a Felipe Calderón porque, al igual que su antecesor, también pretende convertirse en el presidente del empleo, se equivocan.

Calderón utilizó el empleo como un mero recurso propagandístico, como una propuesta desarticulada, que nunca llegó a convertirse en una verdadera política de Estado.

Las cifras que dio el secretario del Trabajo, Alfonso Navarrete Prida, durante la toma de protesta a los representantes de trabajadores y patrones en las juntas especiales de Conciliación y Arbitraje, hablan por sí solas.

La radiografía que hizo el funcionario sobre la situación del empleo en México no sólo fue realista sino que dejó en evidencia la “política de la mentira” del régimen calderonista.

Dijo que seis de cada diez mexicanos se encuentran en la informalidad; que no son 14.3 —como aseguró el gobierno anterior— sino 30 millones de personas quienes viven de un puesto callejero. Precisó que hay 2.6 millones de desempleados y 6 millones de mexicanos en calidad de subempleados.

Si se suman a los 30 millones los índices de desempleo y subempleo nos encontramos con una bomba social de 38.6 millones de mexicanos sin protección laboral, salud y vivienda; sin un salario fijo que les garantice una forma digna de vida. Casi 40 millones de parias dispuestos a  ingresar en el ejército del crimen organizado o a cualquier otra actividad de carácter delictivo.

Para decirlo rápido: Peña Nieto recibió de Calderón —del “presidente del empleo”— dinamita pura. Material explosivo utilizado tanto por narcotraficantes para corromper, como por agitadores y activistas para alimentar proyectos desestabilizadores. Morena, el movimiento de Andrés Manuel López Obrador, se nutre precisamente de las condiciones de pobreza provocadas por la incertidumbre laboral.

Cuando Navarrete Prida habló sobre la urgencia de revertir las desigualdades y Peña Nieto celebró el acuerdo al que llegó Barack Obama con el Congreso norteamericano para evitar el “precipicio fiscal”, el presidente de México pareció colocarse dentro de una interesante tendencia mundial encaminada, precisamente, a promover una repartición más justa de la riqueza para que los gobiernos y la población en general dejen de pagar —como lo señala el Premio Nobel Joseph Stiglitz, en su más reciente libro— las consecuencias del abismo económico que existe entre una gran cantidad pobres y unos cuantos ricos.

Obama busca —al igual que François Hollande en Francia— que quienes más ganan paguen más impuestos. Una corriente que parece ir tomando forma a nivel mundial y un desafío, ya internacional, que obliga a preguntar si Peña Nieto está dispuesto a asumir.

Según la CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe), México es el segundo país de América Latina con mayor número de billonarios y, en consecuencia, uno de los que más pobres tienen.

Dentro de este contexto nacional e internacional, muchos se preguntan si Peña Nieto estará dispuesto a enviar al Congreso una reforma fiscal audaz, integral y de fondo, destinada, precisamente, a combatir la profunda y peligrosa desigualdad económica que existe en el país y los inmensos privilegios de los que hoy gozan —según la CEPAL— sólo 11 billonarios.

Para Stiglitz, las consecuencias de la desigualdad terminamos por pagarlas todos y México es un ejemplo de ello: altos índices de criminalidad, falta de cohesión social, bajos niveles de educación, insalubridad e improductividad, entre otras.

Peña Nieto se ha definido como un promotor del empleo “formal”. ¡Ojo!, agregó la palabra formal para contraponerla a la informalidad de Calderón. Lo que marca una diferencia estructural abismal. Luego, entonces, no son iguales. ¿Verdad?

Sin embargo, se antoja que el gobierno mexicano podría asumir una posición vanguardista al promover una cultura de la  productividad, en contraposición a la economía de la especulación que ha llevado al desastre al planeta.

Navarrete Prida, por su lado, será sin duda un secretario del Trabajo distinto. A diferencia de uno de sus antecesores, el nuevo encargado del despacho tiene claro que no llega a la dependencia para declararle la guerra a los trabajadores.

Tal vez no toque el piano como Javier Lozano, pero sabe interpretar, y bien, las notas de la política y el derecho, del respeto y el acuerdo necesarios para tener en el trabajador a un aliado.