Testigo de innumerables episodios históricos
Mireille Roccatti
Uno de los signos de ejercicio del poder del nuevo gobierno de Enrique Peña Nieto que más gusto e impacto en la sociedad tuvo fue que hubiese recuperado los rituales republicanos, exteriorizados en la formalidad en el trato entre poderes y el propio respeto a la investidura presidencial. Y no se trata de cortesanías o formalidades caducas, sino de respeto y cabal entendimiento tanto de los equilibrios constitucionales, como del ejercicio responsable de las propias facultades legales.
Adicionalmente que el escenario en el cual se ha dado esta recuperación de la liturgia republicana sea el Palacio Nacional le agrega un valor adicional, por el simbolismo que conlleva que se produzca en el corazón político de nuestro país. El Palacio Nacional exterioriza la conceptualización misma del poder y conjuntamente con el Zócalo son el corazón de la nación.
Este simbolismo viene de lejos; desde antes de la llegada de Cortés en estos sitios se radicaba el inmenso poder de los tlatoanis en el que fue el palacio de Moctezuma; y después de la conquista, los españoles durante el virreinato edificaron en él tanto el centro del poder político civil como el religioso. Y así siguió siendo durante el México independiente y hasta mediados de los años sesenta, cuando sólo de manera esporádica los presidentes de la república despachaban en la residencia oficial de Los Pinos, y habitualmente los asuntos públicos se desahogaban en Palacio Nacional.
Hacia el final del viejo régimen y durante los gobiernos panistas las cosas se invirtieron y sólo en ocasión del informe presidencial, el 15 de septiembre y la presentación de cartas credenciales por parte de los diplomáticos acreditados ante nuestro país, acudía el titular del Ejecutivo a Palacio Nacional. Los presidentes despacharon habitualmente en Los Pinos.
Es preciso recordar que ese espacio es testigo de innumerables episodios históricos que debemos tener siempre presentes en la memoria colectiva, como, por ejemplo, el próximo mes de febrero se cumplen cien años del cuartelazo de Victoriano Huerta, la prisión de Francisco I. Madero en el propio edificio, que culminó con su asesinato, y en su interior existen las huellas del disparo en su contra cuando en un primer intento se le trató de detener. En algún lugar del mismo murieron el padre Fray Servando Teresa de Mier y el propio Benito Juárez.
En cuanto al Zócalo, habría que recordar cómo los mexicanos acudieron en masa en 1938 en apoyo a la expropiación petrolera, o cómo repetidamente lo llenaron los jóvenes en el 68, y, desde luego, resulta indiscutible que acudir masivamente el día de la celebración de la Independencia le otorga por su carga simbólica sentido de identidad a los mexicanos.
Por todo ello y mucho más, resulta promisorio que el nuevo régimen lo recupere como el espacio central del ejercicio del poder. Y sólo agregaría que ojalá se complementara en coordinación con el Gobierno de la ciudad de México una restauración integral del Centro Histórico. Que el viejo primer cuadro de la ciudad recupere su pasado esplendor y que los mexicanos lo pudiéramos presumir como lo hacen Roma, París, Londres, Moscú y tantas otras ciudades del mundo.