Martín Luis Guzmán Ferrer
Martín Luis Guzmán —mi entrañable abuelo— fue ante todo, en su razón de ser, un hombre de familia. Si bien fue un gran personaje de mundo —y así se le reconoce— su intimidad permanece prácticamente desconocida. Quizá esto obedece, sencillamente, a que así lo quiso él. Resguardó siempre, para lo que se guste y mande, su vida privada e incluso sus emociones humanas y personales. Recuerdo que —durante una entrevista que se le hacía y donde yo, por mera casualidad, estaba presente—, se le preguntó por qué su obra literaria no reflejaba su interior, su psicología; respondió, palabras más, palabras menos: “Dentro de mi ser, en mi pensamiento, le he dado rienda suelta a todos los sentimientos y exploración de mi naturaleza, pero mis libros son de otro carácter”. No obstante, creo que la mejor guía para conocer su obra y personalidad, así como ciertos atisbos del hombre íntimo, continúa siendo la elegante y puntillosa Antología de Martín Luis Guzmán, del gran escritor yucateco Ermilo Abreu Gómez, al igual que las excelentes entrevistas que le hizo Emmanuel Carballo.
Martín Luis Guzmán —Tata para mi y sus otros ocho nietos— vivió en toda su extensión la experiencia que puede ser una relación amorosa entre un abuelo y sus nietos. Nunca podrá decirse que él ocupó un lugar parecido al de un padre o un patriarca familiar: el enorme cariño que tenía por su tres hijos, y el respeto que sentía por ellos y sus nueras, siempre se lo hubiera impedido. La relación entre abuelo y nieto, al menos en este caso, fue una relación suave y amorosa, incluso maternal. Sin las presiones de descubrir y encauzar la paternidad, y con una experiencia humana y cultural considerable, las relaciones con sus nietos se desenvolvían en la serenidad y la reflexión, por cierto nada exentas de buen humor.
Me parece, como punto de apoyo de esta afirmación, que Martín Luis Guzmán tuvo el mismo talento para sus relaciones con los seres queridos más próximos a él, que para el arte, la literatura, la política y el periodismo. Según corrió su larga vida de 89 años —nació el 6 de octubre de 1887 en la ciudad de Chihuahua y murió el 22 de diciembre de 1976 en la ciudad de México—, fue tan audaz y profundo en los actos de su juventud, como maduro y muy experimentado en su vejez lúcida. Pero siempre, en su vida también, fue ante todo un hombre orientado por las satisfacciones del amor y de su expresión sistemática en el cariño y la sensibilidad. Tenía la gran virtud de, simultáneamente, saber querer y saber hacerse querer. Creo que una de sus cualidades más claras era la generosidad.
Seguramente eso era resultado de que quería, nada menos, la felicidad y el trabajo para todos nosotros. Y que ésa era una meta, aunque implícita de su vida. A ello se dedicó con un tesón y una consistencia impresionantes. El arte de vivir estaba en el amor, que se reflejaba entre otras cosas en su familia.
En él existía un puente, acaso costumbrista, entre las formas de la sociedad del siglo XIX y la vida contemporánea. Siendo realista, era romántico también. Resultaba extremadamente importante para él la forma en las relaciones cotidianas, puesto que eso le representaba el camino para lograr el fondo profundo de la convivencia. De ahí su prudencia y tacto en et trato con todo mundo. Era una forma de saber estar en la felicidad.
Él siempre fue una persona disciplinada, producto de su infancia y la formación militar de su padre; y sistemática, producto de la afición por las matemáticas, y hasta obsesiva en el trabajo. Había una corriente indudablemente perfeccionista —creo que era la filosofía del Ateneo de la Juventud— en su conducta personal. La otra cara, reflejada en sus libros, era su emoción por la estética y el deleite en la naturaleza. Esto lo transformaba en una persona muy humana y cálida. En sus gustos, sin embargo, era ascético y reflejo de otra época. Sentía horror por el consumismo y el despilfarro; los objetos para la vida cotidiana se compraban por una sola vez y sólo se sustituían cuando ya no servían. Se vestía con pulcritud, incluso con elegancia, pero ello era tan sólo circunstancial.
El orden en su vida, para alguien poco observador, lo podría hacer parecer severo. Pero no lo era, al menos por vanas cosas: su deleite y su joi de vivre, aun en medio de serios problemas y grandes penas; su sentido del humor, reflejado en la chispa de sus ojos siempre jóvenes y divertidos; y, en su conversación alegre e introspectiva en extremo. No obstante, detestaba la mordacidad y la ironía o, como decía, el “estar de chunga”.
Quiso y respetó toda su vida a sus padres, el Coronel Martín L. Guzmán y Carmen Franco Terrazas, y les guardó una memoria dulce y tierna, no exenta de nostalgia con algo de patético. Hasta el fin, no podía escuchar la Marcha Zacatecas o el Concierto para Violín de Beethoven, sin recordar a su padre y sumirse en la más resguardada de las tristezas. Quiso fraternalmente y protegió siempre a sus tres hermanas —Carmen, Mercedes y María— y a sus tres hermanos varones —Manuel, Juan y Francisco—.
Con mi abuela —Ana West, una mujer decidida a seguir a su marido en todo y guiada también por el amor sin reservas que tiene por él— lo unieron 67 años de matrimonio. Siempre es un descubrimiento recordar la suavidad y ternura con que trató a su compañera, Anita o Chiquita, para él. La conoció en 1906 —la relación había de durar 70 años— en una reunión campestre, que con unos amigos le daban a su padre, en un Tlalpan rural y tranquilo. Anita bailaba y tenía pies y manos muy bonitos, pero Martín se contentaba con contemplarla, pues él no sabía ni aprendería a bailar. Pero visitar la calle y la reja en Santa María la Ribera, donde vivía su joven novia, se convertiría entonces en una de sus pasiones vivida en toda plenitud. La vida de ambos no fue sencilla, por razones tanto económicas —que sólo parecen haberles preocupado pasajeramente, pues no dejaron mucha huella— como por razones políticas. Mi abuela, firme y trabajadora, comprendió la Revolución, lo siguió a tres exilios, lo ayudó investigando en bibliotecas y pasando cuartillas en limpio, cuidó de los hijos y le fue leal y fiel como nadie más.
A sus tres hijos —Martín Luis, mi padre, Hernando y Guillermo—, con una curiosa mezcla de orgullo y esperanza, se dedicó con gozo. No le eran tanto una fuente de preocupación, como un motivo de satisfacción. Así, contemplaba con gusto cómo resultaron atletas: Martín Luis jugaba rugby, Hernando esquiaba y Guillermo era un gran futbolista. Quizá una de sus penas más profundas —acaso fue la única vez que se le vio llorar— fue cuando su hijo menor perdió una pierna en el deporte. Para sus hijos quería la disciplina del estudio y la disposición de la cultura y la técnica para la vida, pero no la profesión por sí misma. Era demasiado inteligente y poco convencional para ello. Sus dos hijos mayores fueron buenos médicos, uno destacó en la administración de hospitales y otro en la neurocirugía. Guillermo estuvo siempre para ayudarlo en su trabajo.
Y a sus nietos —según lo quiero expresar—, nos dio su cariño, su protección y una orientación respetuosa y sutil: nunca una palabra altisonante o un golpe pasajero, en todo caso un regaño tranquilo, pese a las provocaciones naturales en la infancia, pues para él los niños eran seres un tanto indefensos y frágiles, necesitados de afecto y cariño. En él era natural que la relación afectiva con los nietos, sencillamente, se iniciara con el nacimiento. Entre mis primeros recuerdos de mis abuelos —ambos tenían la habilidad de formar una unidad indivisible hacia los niños—, está el compartir, muy temprano por la mañana, el desayuno. Mientras mi abuelo revisaba cuidadosamente la prensa— después comprendí que esto era para su trabajo en Tiempo— mi abuela me leía los cuentos de Babar, que me habían regalado Paquita y Rafael Giménez Siles. El gato Carol —mi abuelo decía que se parecía al ex rey ‘de Rumania— llegaba a tomar su platito de leche. Su cariño por los animales siempre fue enorme.
Pronto pasamos a las canciones de Cri-Crí y mi abuelo, más que inducir, descubrió que me interesaba la geografía y la historia. Sus mañanas, siempre que era posible —y esto sucedía con frecuencia— fueron dedicadas a largas y entretenidas conversaciones. Sin retórica alguna, empecé a conocer cómo se compone el mundo, a nuestros héroes, la Conquista y la Independencia y el mundo mágico del extranjero distante. Empecé entonces a comprender lo que era el fascismo y el totalitarismo, y en particular los crímenes contra el pueblo judío. De alguna manera me convertí en un niño precoz. Después, compartimos el interés por el cine y me enseñó, oración por oración y párrafo por párrafo, a escribir artículos de crítica. Más tarde me alentó en mis estudios de economía y me explicó cómo compaginarlo con trabajos de reportero y luego de redacción. Sin embargo, mi trabajo, mis ideas, eran asunto mío. Podíamos, en su momento, hablar de economía y de política —con todas las proporciones que él guardaba—, pero siempre me recomendaba, cosa difícil, que no me dejara influir. No sé bien cuándo, de nieto me transformé en amigo. Y llegué a sentirme su confidente, dentro de la mesura y experiencia que siempre practicó con sus opiniones. En mi larga relación con él, llegué a comprender que mi abuelo, para esas alturas de la vida, no era ya el audaz revolucionario de su juventud, sino un hombre muy creativo y maduro.
Sus 18 bisnietos —separados por las generaciones y la transformación del tiempo— fueron una particular preocupación. Decía que él había nacido en la belle apoque, llena de aliento y deleite en el futuro de la humanidad, y que moría atisbando una especie de mauvaise-époque, del futuro. ¿Qué será —me dijo más de una vez—, de mis chiquitos en el año 2000? Sus hijos y sus hermanos habían crecido con los rigores de la Revolución y el exilio, pero también con sus promesas y la evolución social de nuestro país. Nosotros, sus nietos, éramos producto de la posguerra y del asombroso desarrollo económico y científico que nunca dejó de maravillarle. Pero, hacia el futuro, le preocupaba reflexivamente la explosión demográfica, temible para él; el materialismo de la vida contemporánea, y la de los mejores valores y las mejores tradiciones, aunque desde luego mi abuelo no era ningún puritano. Sabía y había aprovechado demasiado de la vida, y era comprensivo y amable con las flaquezas de todos los días.
Quizá para entender a Martín Luis Guzmán, haya que comprenderlo como un hombre de su época. Pero se trata de una época muy larga y fecunda: desde el Porfiriato y la belle époque hasta la era nuclear y espacial, pasando por la Revolución Mexicana; sus exilios en Nueva York, París y Madrid; su labor en la España Republicana, y sus largos 40 años en la ciudad de México, a partir de 1936.
De su infancia, apretadamente, guardaba la sorpresa de la curiosidad y el descubrimiento; la suave naturaleza de las calles de una ciudad de México espléndida para él, concretamente la Tacubaya rural; o el color y la simpatía de Veracruz y su mar en 1900 El fin del siglo lo definió como un ser optimista, producto de la creación del positivismo; el liberal y el laico que rechaza la dictadura y el oportunismo. Su vida en la ciudad de México, antes de 1910, e imbuido de la brújula del perfeccionismo y el arma de la cultura, se embebe en la Preparatoria Nacional y luego en Don Justo Sierra, Gabino Barreda y en el Ateneo de la Juventud, con las influencias de su amistad con Antonio Caso, José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Carlos González Peña y, sobre todo, su amigo fraternal de todos los días, Pedro Henríquez Ureña.
Pero es la Revolución la que lo forma rápida y permanentemente como hombre cabal. En 1910 —sólo tenia 23 años— su padre muere, y lo deja con una familia que proteger; tiene ya a su mujer y su hijo —se había casado a los 21 años—; y, no obstante, dos años después, su devoción por el presidente Madero y por Pino Suárez lo lanza decidido, sin reserva alguna, a la Revolución del Norte. Sus relaciones con los generales Venustiano Carranza y Álvaro Obregón y, finalmente con Francisco Villa, se suceden, y van definiéndose en su formación política. Martin Luis Guzmán, el joven periodista liberal y el intelectual en ciernes, seria ya también en su esencia un político y el artista que encuentra su medio literario, cuyo primer reflejo es La Querella de México y, bastante más tarde, El Águila y la Serpiente y La Sombra del Caudillo.
Después, de 1914 a 1936, vendrían tres exilios, más política y periodismo y la creación. Vive cuatro años en Nueva York con toda su familia, escribiendo en la prensa y ganándose la vida como corredor de bolsa en Wall Street, junto a su amigo Emiliano López Figueroa. En París, por mencionar varios amigos de su juventud, cimenta su formación con Diego Rivera, José Vasconcelos, Alfonso Reyes e Isidro Fabela. A principios de los años veinte, regresa a México y funda El Mundo, es diputado del Congreso y se enfrenta valientemente al reeleccionismo. Vuelve a Nueva York, pero pronto prefiere, primero la atmósfera artística e intelectual que le ofrece París y luego, pensando en la mexicanidad e hispanidad de sus hijos, opta por refugiarse definitivamente en Madrid. Es en este tiempo cuando alcanza su madurez como hombre de letras y artista del castellano. España le ofrece el medio de la generación del 98 y su amistad con don Ramón del Valle Inclán, Enrique Diez-Canedo, Joaquín Xirau, Luis Araquístáin, Indalecio Prieto y finalmente, con su gran amigo, don Manuel Azaña. Llega a dirigir los diarios madrileños El Sol y La Voz, no sin antes haber producido ya sus dos grandes novelas y la biografía de Mina El Mozo: Héroe de Navarra y Muertes Históricas.
En 1936 regresa a México acogido por el Presidente Lázaro Cárdenas, e inicia lo que seria el periodo más largo y estable de su vida. Funda en 1942 la revista Tiempo y continúa su obra literaria, cuyo reflejo serían Memorias de Pancho Villa, su tarea monumental, y ensayos de la calidad de Febrero de 1912 y La Necesidad de Cumplir las Leyes de Reforma. Su otra empresa —junto a otro entrañable y fiel amigo. Don Rafael Jiménez Siles—, son Las Librerías de Cristal. Más tarde, es el embajador plenipotenciario del Presidente Miguel Alemán ante la Organización de las Naciones Unidas, y su enlace con el Gral. Juan Perón y Eva Duarte, así como en Puerto Rico. A los 75 escogido por el Presidente Adolfo López Mateos y por don Jaime Torres Bodet, dedica su vejez a crear y administrar la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuito, labor a la que dedica los últimos 14 años de su vida y que también le encomienda, pocos días antes de su muerte, el Presidente José López Portillo. Martín Luis Guzmán, a los 83 años, es elegido Senador de la República.
A medida que se acercaba a los 90 años, me parecía que, reflexivamente, algo expresaba sobre la muerte. Era como si, en medio de su gran actividad y lucidez, contemplase de alguna manera el fin. Sabía evidentemente que estaba próximo, y aunque permanecía hermético, había cierta melancolía y paz que lo traslucía. Tenuemente, y sólo entre líneas, nos estaba y nos estábamos preparando.
Pienso que Martín Luis Guzmán murió como quería morir. El 22 de diciembre de 1976, después de una reunión en la Secretaria de Educación Pública, que terminó a las 8.30 de la noche, regresó a su modesta oficina de Tiempo a continuar trabajando. No estaba enfermo, pero no se sentía bien. A las 10:15 horas de la noche le habló por teléfono su nieta, Carmen Guzmán de Iceta, quien reside en España por su matrimonio y que acababa de llegar de ese país. Conversó con él y todo estaba normal. Minutos después le dio un ataque masivo al miocardio, y en cuestión de segundos falleció. Refugio, el portero fiel de la revista, rápidamente se dio cuenta de lo sucedido. Poco después sus tres hijos, desconsolados, llegaban. Yo no acudí a Tiempo a ver a mi abuelo muerto. No fue inseguridad ni cobardía alguna: sencillamente quería conservar la imagen viva que siempre tendré de él. Al día siguiente, después de recibir del gobierno del presidente López Portillo los honores militares y un homenaje fúnebre en el Palacio de Bellas Artes, fue enterrado en la cripta familiar del Cementerio Español.