Una institución que se había convertido en icono de la democracia vanguardista y en símbolo de los espacios que ha venido ganando la ciudadanía para defender sus derechos ante los excesos y la arbitrariedad del poder, quedó transformada, de pronto, en lodazal.
A nadie se le puede exigir ser más que humano, pero siempre se pensó —tal vez porque se vio en el IFAI una especie de oasis en medio de la podredumbre— que sus integrantes eran una especie de abogados populares, con perfil de misioneros dedicados a proteger al ciudadano contra la opacidad del gobierno.
Durante la toma de protesta de Gerardo Laveaga como nuevo presidente del IFAI (Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos), el comisionado Ángel Trinidad Zaldívar sacó lavadero y jabón para poner a orear la ropa sucia del IFAI ante la mirada atónita de Francisco Arroyo, presidente de la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados, y de otros funcionarios y legisladores.
Acusó a Laveaga de ser un perezoso y de no merecer el cargo de presidente. Reveló que se investiga a la comisionada Sigrid Arzt por su falta de ética al haber participado como juez y parte en varios casos o recursos que ella misma presentó. Y a María Elena Pérez-Jaén le reclamó haber apapachado, votando a favor de Laveaga cuando ella ha sido testigo de su flojera.
Lo que nos dijo Trinidad Zaldívar, tal vez sin proponérselo —¿o queriendo?—, es simple y sencillamente que el IFAI tal y como está hoy integrado ya no le sirve al país.
Ya sea por congruencia o por ambición, por envidia o venganza, el comisionado fungió como un eficaz francotirador al dar en el corazón de una institución, cuya autoridad política descansa fundamentalmente en el valor ético de sus integrantes.
La pregunta obvia es si era necesario e inevitable que Zaldívar convirtiera el IFAI en cenizas, o si la transformación de una institución útil a la democracia podría haberse dado en un escenario distinto que impidiera dañarla.
Aunque algunos de los comisionados —empezando por Laveaga— afirman que el conflicto entre ellos no afecta la institución, lo cierto es que no sólo la afecta, sino que la deja totalmente desacreditada.
Por razones distintas, los actuales comisionados deben ser relevados de su cargo. Ya no son útiles al espíritu fundamental de un órgano que necesita ser estratégicamente creíble por tratarse de un órgano de control del poder público.
Lástima que Jacqueline Peschard, una excepción en medio del caos, tenga que pagar culpas ajenas.
La crisis se produce cuando la Cámara de Diputados está a punto de discutir la reforma que tiene como propósito otorgar más facultades y de plena autonomía al IFAI, y obliga a poner atención en la forma en que van a ser elegidos los futuro comisionados.
El orificio que abrió en la institución un escándalo propio de patio de vecindad debería obligar al Congreso a ser vanguardista en la propuesta para seleccionar y elegir a los candidatos. Si de lo que se trata es de tener comisionados autónomos, capaces de ser un verdadero control democrático, debería calificarlos y elegirlos la sociedad.