Sanguinaria felonía

 

Un Estado sin soldados ni poder de fuego

no es garantía de paz nacional.

Francisco I. Madero

José Alfonso Suárez del Real y Aguilera

Tal y como rescata Paco Ignacio Taibo II en su interesante novela histórica, Temporada de zopilotes, el joven Francisco Urquizo, subteniente de Guardias Presidenciales, describe el extraño ambiente que se vivía la noche del sábado 8 de febrero de 1913 en la capital de México.

Para el joven soldado —y futuro novelista— “las rachas de viento arremolinado en las esquinas, en los cruces de calles y callejones”, acompañaban la tensión propia de la conjura militar que se urdía tras los recios muros del Cuartel de Artillería de Tacubaya y del Colegio de Aspirantes de Tlalpan, en cuyos recintos se fraguaba la asonada que encabezaría el general Manuel Mondragón a primeras horas de aquel helado domingo 9 de febrero.

La aristocrática multitud aglutinada en torno a los alzados, logró liberar al general Bernardo Reyes de la cárcel de Santiago Tlatelolco y a Félix Díaz de su encarcelamiento en la Penitenciaría de Lecumberri, para luego, en un acto retador tomar rumbo hacia Palacio Nacional para con ello pretender consumar la asonada.

La arrogancia del golpista Bernardo Reyes sucumbió ante las balas disparadas por la guarnición que recuperó la sede del gobierno, y en la reyerta entre leales y alzados el Zócalo —centro de la vida pública de México— se tiñó de sangre y muerte.

Más de 500 cadáveres —muchos de ellos devotos civiles que se vieron envueltos entre las salvas al salir de la concurrida misa de ocho de la Catedral— y un centenar de heridos fue el lamentable saldo del inicio de la Decena Trágica, episodio que convulsionó a la dividida sociedad capitalina, pues mientras los nostálgicos del porfiriato se sumaban a los golpistas, el pueblo se arremolinaba en torno al presidente Madero, quien escoltado por cerca de 300 cadetes del Heroico Colegio Militar descendió desde el Alcázar de Chapultepec con rumbo al Palacio Nacional.

La intensidad de las escaramuza obligó a Madero a aceptar el refugio momentáneo que le ofrecieron los dueños del popular Estudio Fotográfico Daguerre —ubicado en la avenida Juárez— en donde se le unió el general Victoriano Huerta, indeseado militar quien a partir de ese momento no se le despegó, logrando ser nombrado jefe militar de la plaza, en sustitución del herido general Lauro Villar, a quien Madero relevó tras reconocer su gallardía y lealtad en la recuperación del Palacio Nacional al frente de un piquete de no más de 60 soldados del cercano cuartel de San Pedro y San Pablo.

Mientras Madero y su gabinete se organizaban en Palacio Nacional, los alzados enfilaron rumbo a la Ciudadela, recinto militar en el que el gobierno resguardaba 27 cañones, 85 mil rifles, 100 ametralladoras, 5 mil obuses y 20 millones de cartuchos, pertrechos adquiridos para “garantizar la paz nacional, poder de fuego” que cae en manos de los alzados a las 11.30 de la mañana.

En tanto, el flamante jefe de plaza, Victoriano Huerta, ordena baldear (lavar) la sangre de los patios de la sede del gobierno, en vez de rescatar la cercana fortaleza, al tiempo —seguramente— de urdir al calor de una botella de su coñac favorito, la sanguinaria felonía que lo llevará a perpetrar el último golpe militar de nuestra historia.

No haber dimensionado la importancia de la toma de la Ciudadela impidió a Madero reparar que ella dejó al “Estado sin soldados y el poder de fuego” —que con tanto trabajo consiguió— quedó en manos traidoras, facilitando así la alevosía e infamia nacional con la que se cubrirá Huerta para usurpar la Presidencia de la República.