Vicente Francisco Torres

Mario Muñoz ha insuflado nueva vida a La Palabra y el Hombre y es parte del renacimiento editorial de la Universidad Veracruzana. Precisamente a su trabajo de traductor se debe el volumen que comento, El bosque de abedules y Madre Juana de los Ángeles (2010), dos novelas provenientes de una de las literaturas más desconocidas entre nosotros (la polaca), a excepción, claro, de la narrativa de Isaac Bashevis Singer.

La presente edición tiene un atractivo adicional: forma parte de la Biblioteca del Universitario, una bella serie que se ha propuesto dotar a los jóvenes veracruzanos de un corpus literario clásico, vale decir, obras de los más destacados escritores de nuestro tiempo.

El bosque de abedules es una novela intensa y breve. Su escenario de pinos es hermoso y apabullante; los esbeltos árboles blancos se tornan plateados y fantasmales y, en este enorme pulmón sacudido por la llovizna y los aguaceros torrenciales, tiene lugar una larga agonía. Una gran paradoja: Mientras Stas se va consumiendo por la tuberculosis, a su alrededor se cierra el bosque y los tilos asoman por la ventana. Los hercúleos aserradores hacen su trabajo, Malina prodiga su cuerpo a diestra y siniestra, la cocinera se afana sobre ollas y platos y el hermano de Stas, el viudo Boleslaw, controla con dificultad sus impulsos morales y sensuales. El bosque es una fragante montaña mágica en donde lo más importante no son los recuerdos, sino los deseos.

Si recordamos que en repetidas ocasiones se ha dicho que la literatura latinoamericana guarda fuertes similitudes con la rusa (recordemos que Polonia ha sido parte de la geografía de los países vecinos que la han sojuzgado, Rusia entre ellos), al leer esta novela es inevitable que aquellas afirmaciones lleguen a la mente del lector. El bosque tupido, las lluvias torrenciales y la flora tan diversa de El bosque de abedules, si tuvieran un clima cálido en lugar de la niebla húmeda y fría, podrían conformar el escenario de una novela nuestra.

Iwaszkiewicz es un novelista con ojos de pintor; atiende las texturas, los colores y los estados de ánimo más que las peripecias. Su prosa, muy a menudo, nos recuerda la de Isaac Babel, no sólo por lo concentrado de sus relatos, sino por la manera en que usa plásticamente los colores: vivas pinceladas que surgen de unos calcetines, o exaltados azules en la mirada de un moribundo.