David Enríquez
José Guadalupe Posada murió pobre, como había nacido. Fue enterrado en una fosa de sexta clase, en el Panteón de Dolores, de la ciudad de México. Como nadie reclamó sus restos, lo trasladaron a una fosa común, donde actualmente descansa, rodeado de todos los hombres también desconocidos en su tiempo que lo acompañaron durante su vida.
Para empezar con la historia, su padre, Germán Posada Serna, fue panadero. Tenía un hermano alfarero, un sobrino zapatero. Repartía el pan de casa en casa. Con su segunda esposa, una tal Petra Aguilar Portillo, trajo al mundo ocho hijos, varios de ellos Josés: José María de la Concepción, el más grande; José Cirilo, maestro de profesión quien enseñó a leer a sus hermanos menores; un José Bárbaro, luego nuestro famoso José Guadalupe, que nació el 2 de febrero de 1852; después uno con el curioso nombre de Ciriaco, una hija, María Porfiria, etcétera. Todos ellos fueron una familia más en una casa más de Aguascalientes, en el barrio de San Marcos. Tan fue una casa más, que hoy no se sabe a quién pertenece. La calle donde está situada se llama José Guadalupe Posada, y dicen que su dueño se fue a los Estados Unidos de Norteamérica a trabajar de peón. Esto ha cejado los intentos de varias instituciones culturales de construir un mínimo museo (de 10 por 25 metros) en el lugar donde nació.
El pequeño José Guadalupe recibió de su hermano la educación más elemental, luego, estudió un par de años en la Academia Municipal de Dibujo de Aguascalientes. A los 16 años, o sea 1886, tuvo que buscar empleo. Conoció a Trinidad Pedroza y fue contratado como aprendiz de su taller litográfico. Allí inició su aprendizaje como grabador: reproducía imágenes religiosas e ilustraba el diario que imprimía Pedroza: El Jicote. A la par, trabajó en un taller de cerámica e inició sus caricaturas de crítica política.
El Jicote fue un diario de oposición al gobierno de Jesús Gómez Portugal, cuyo nombre ostenta hoy un municipio de Aguascalientes. Eran tiempos difíciles, con la fluctuación de liberales y conservadores, centralistas y federalistas en el gobierno. Llegadas las próximas elecciones, en 1871, este hombre quiso perpetuar su regencia, y se dedicó a perseguir a sus opositores. José Guadalupe Posada y su patrón y amigo Trinidad Pedroza tuvieron que huir y reinstalar su taller en León, Guanajuato. Ahí su taller de litografía hizo grabados para distintas marcas, y de la misma forma que hacen los ilustradores y diseñadores que actualmente se dedican a la publicidad, tuvo que complementar las carencias del dibujo comercial con otro trabajo. Dio clases como maestro de litografía en la Escuela de Instrucción Secundaria. Logró cierta estabilidad con sus distintos empleos. Por su cuenta realizaba grabados en madera (alcanzan casi una decena de millar realizados por Posada en vida), más sencillos que el grabado en piedra, y, en 1875, se desposó en Aguascalientes con María de Jesús Vela.
Después de un par de años, a la muerte de Trinidad Pedroza, José Guadalupe Posada quedó como el único socio del taller de grabado, con el que siguió participando con la prensa local, en diarios como La Gacetilla o El Pueblo Caótico, hasta 1888, cuando una inundación arrasó la pequeña ciudad.
Son épicas y antológicas las anegaciones en México (desde que pusieron edificios barrocos sobre los templos y canales prehispánicos que permitían un perfecto desagüe) hasta inicios del siglo XX con los deficientes drenajes, y en la actualidad también. El caso es que con mucha suerte, Posada se salvó de ésa y se trasladó a la ciudad de México. Respecto de la inundación, constan grabados suyos en notas periodísticas, donde ilustra con una gran composición a las centenas de cadáveres hallados.
Llegó a la capital del país en busca de una oportunidad difícil de hallar, y tuvo la suerte de encontrarse con el rústico taller de Antonio Vanegas Arroyo. Muchas imprentas en esta fase del Porfiriato cerraron sus puertas, y la de Vanegas Arroyo, que contaba con los más precarios instrumentos de grabado, sólo pudo subsistir con el ingenio de Posada y la combinación precisa de varios factores.
Antonio Vanegas Arroyo se ganaba la vida con impresiones peculiares: millares de hojas sueltas con sucesos fantásticos, como la historia del niño con un rostro en las asentaderas, o la horripilantísima historia del horripilantísimo niño que mató a su horripilantísima madre. Historias fantásticas que fueron bien recibidas por la superstición de la gran mayoría del pueblo mexicano de aquel entonces. Por supuesto, Posada ilustró cada una de esas hojas con un grabado, ya no en piedra ni en madera, sino en una adaptación de una técnica usada en la Francia de algunos siglos antes, rescatada no por cultismo ni técnica, sino por necesidad y quizás por coincidencia.
No es difícil de entender. Posada, en vez de dibujar y tallar sobre la piedra, echarle ácido y perfeccionar sus bordes, simplemente dibujaba sobre una placa de zinc con una tinta especial engrasada. Sumergía la placa en ácido y la tinta protegía el dibujo. Así ahorraba muchísimas horas, dinero y esfuerzo, obtenía un dibujo como hecho a lápiz o pluma, y produjo más de 15 mil grabados.
Cuenta más o menos así el hijo de Antonio Vanegas Arroyo: “Mi padre llegaba al taller del señor Posada y le decía, necesito una ilustración para este corrido, y a la vez que terminaba de leer el texto que tenía en una mano, con la otra sumergía la pluma en tinta y empezaba a esbozar. Luego sumergía su placa, la sacaba y decía: ¿le parece bien este dibujito?”. Con esa eficacia, trabajaba aproximadamente doce horas diarias en su taller. Esa es la razón por la que sus litografías son tan costosas, además se deterioraban después de imprimirse varias veces, y los grabados en zinc de Posada son usados como curiosidad en las galerías.
La literatura de cordel no sólo comprendía los hechos fantásticos, también publicaban canciones populares, noticias de otros lugares, como la llegada del tranvía con sus atropellados, así como cuentos y libros infantiles. Casi todas eran hojas sueltas y se vendían por millares en las plazas públicas, afuera de las iglesias o en las ferias. Niños voceaban a gritos el contenido, que por su escaso valor, de apenas unos centavos, y su facilidad de desecho, siempre se agotaban y eran sumamente requeridos.
Llegada la Revolución, Posada ilustró corridos compuestos por el poeta oaxaqueño Constancio S. Suárez, criticó al gobierno porfirista y las fallas de los revolucionarios. Es memorable la calavera de Madero, andando cabizbaja y con una botella de aguardiente, o la de la cabeza de Huerta en una cucaracha, apodo que le dieron por mariguano y que dio origen a la famosa canción.
A diferencia de lo que se piensa, Posada no inventó esta representación de las calaveras, aunque sí la más famosa imagen de la catrina, que aún se reproduce en papel picado y hasta en pasteles para el día de muertos. Fue Manuel Manilla, otro dibujante de Vanegas Arroyo, quien ideara primeramente la imagen.
Así, el artesano grabador Posada llevó la vida como cualquier mexicano de su tiempo. Vestía traje oscuro, sombrero tipo bombín y paraguas colgando del brazo.
Posada, como todos los artistas hasta quizás antes de Miguel Ángel, el renacentista, fue sólo un artesano, hay que tenerlo en claro todo el tiempo. De la misma forma en que procedieron los pintores del periodo bizantino, los egipcios, los romanos católicos, Posada desempeñaba un trabajo pagado por la técnica y con el tiempo fue más requerido y reconocido que otros artesanos de su condición por la enorme calidad de su trabajo. Quizás a eso se limitó el resplandor de José Guadalupe Posada hasta que Diego Rivera lo usó de estandarte para el movimiento pictórico nacional. Pero esto no es demeritar la fama de Posada. Sus grabados son de una auténtica maestría y crearon toda una escuela del grabado en el país. Realiza composiciones sumamente complejas, maneja con sencillez los claroscuros, e integró a los cohabitantes que veía diariamente en la historia pictórica.
La visión del pueblo que tiene Posada no es la excentrista de otros grabadores académicos de su tiempo. Para él no había rareza en las historias que ilustraba, en las peleas de barrio, los asesinatos, los miedos y fantasías populares: era lo que frecuentaba diariamente al platicar en la pulquería con sus amigos. Esto es lo que pondera Diego Rivera varios años después.
En vida no se le reconoció como artista, y murió de una enteritis a las 9 de la mañana del 20 de enero de hace 100 años, hoy 2013, casi tan pobre como había nacido.

