Aumentó 40 por ciento en América Latina
Magdalena Galindo
La Comisión Económica para América Latina (CEPAL) acaba de publicar su informe anual sobre la inversión extranjera directa en la región, en la que registra un aumento notable de ese tipo de capital en nuestros países, ya que en conjunto, el año pasado, sumó 112 mil 634 millones de dólares, lo que representa un incremento de 40 por ciento respecto a 2009. El caso más impresionante es el de Brasil que recibió el mayor monto, 48 mil 402 millones, y cuyo porcentaje de aumento fue de 87 por ciento. El segundo país fue México, con 17 mil 726 millones de dólares que significaron un incremento de 17 por ciento en relación con 2009.
Como era de esperarse, en la presentación del documento, realizada en México, el secretario de Hacienda, Ernesto Cordero, expresó su beneplácito por el aumento de las corrientes de inversión extranjera, al igual que la secretaria ejecutiva de la CEPAL, Alicia Bárcena; aunque ella, más cautelosa, advirtió la necesidad de aplicar “políticas focalizadas a la innovación” para que los capitales venidos del exterior sean más benéficos.
Para entender las causas y los peligros de estas crecientes corrientes de inversión extranjera, hay que referirse a las etapas de la crisis económica estructural que estamos viviendo desde los setentas del siglo pasado. En esa década, estalló la crisis en los países altamente industrializados y por primera vez estos países cayeron de manera simultánea en la recesión. En ese entonces, prácticamente todos los gobiernos de América Latina, para evitar el contagio, reaccionaron aumentando aceleradamente su gasto público, y con esa medida consiguieron, en efecto, mantener sus economías en crecimiento durante esa década. La vía, sin embargo, para financiar esos incrementos del gasto público fue el endeudamiento, vía favorecida a su vez, porque los capitalistas y entre ellos los banqueros, no encontraban campos rentables de inversión en sus propios países, ya que éstos atravesaban por la recesión. En esa década, pues, la banca privada internacional venía a ofrecer los créditos a Latinoamérica. Las consecuencias son de todos conocidas, ya que al iniciarse la década de los ochentas nuestros países, empezando por México, cayeron en la insolvencia, los créditos entonces se negaron, y la recesión fue tan profunda que a la de los ochentas se le conoce como la década perdida de América Latina.
Vinieron después el Plan Baker y el Plan Brady diseñados por los sucesivos secretarios del Tesoro de Estados Unidos, en los que se concedían ínfimos créditos a la región, pero cuya importancia estaba en que el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial daban su visto bueno a los países, con lo que la banca privada volvió a abrir créditos para los países de la región. Claro que los organismos internacionales, hegemonizados por Estados Unidos, exigieron, antes de dar el visto bueno, un conjunto de medidas que se conocieron como el cambio estructural y que pueden resumirse en el neoliberalismo que abrió paso al proceso de globalización y cuyo objetivo era conseguir la libre movilidad del capital por el planeta, sin tener que someterse a leyes y reglamentos de orden laboral, ecológico o limitantes para la inversión extranjera. El cambio estructural también incluía la privatización de las empresas paraestatales, a fin de que los Estados cedieran esos campos de inversión rentables a los empresarios.
Ya en la primera década del siglo XXI, cuando el proceso de globalización está plenamente consolidado, estalla en 2008 la crisis financiera en Estados Unidos y de ahí se extiende a todo el mundo, aunque golpea con mayor fuerza a los altamente industrializados. La recesión reitera el fenómeno de los setentas, esto es, que los empresarios no encuentran campos rentables de inversión en sus propios países y entonces se dirigen a los subdesarrollados para colocar sus capitales, ya que en nuestros países la tasa de ganancia es más alta. Y hoy, nuevamente América Latina busca financiar el crecimiento a través de los capitales externos, sólo que esta vez ya no a través de la deuda, sino de la inversión extranjera directa.
El peligro es no sólo la pérdida de soberanía y la extranjerización de la planta productiva, sino que finalmente esos capitales, como toda inversión, tienen que recuperarse acrecentados con su respectiva ganancia, es decir que, a semejanza de la deuda que ya vivió América Latina, la inversión extranjera determinará una descapitalización de la región y por lo tanto retroalimenta el subdesarrollo.


