El gran humanista y polígrafo Rafael Solana (Veracruz, 1915-Ciudad de México, 1992) tuvo en el teatro una de sus más grandes pasiones, que vivió y disfrutó como simple espectador, crítico, promotor y sobre todo hacedor; para él escribió cerca de treinta comedias. Aparte de la mundialmente reconocida y escenificada Debiera haber obispas, traducida a dieciocho lenguas y representada en cuarenta países, este también prolífico y confeso comediógrafo tuvo la gran fortuna, en sus casi cuarenta años como dramaturgo exitoso, de que los más de sus títulos fueran estrenados en vida del autor, porque él mismo insistía en que el género dramático está destinado finalmente para la escena.

Lo mismo que en sus novelas y cuentos escritos con no menor maestría (El sol de octubre y El oficleido, por ejemplo), por naturaleza y por convicción don Rafael huía de lo dramático, de esa manía tan nuestra a convertir en melodrama o en prosa de exclamaciones lo que puede ser visto —y es la vida entera, regida por la imaginación y el humor— desde el ángulo ridículo, satírico, gracioso, alegre. En este sentido, heredero de su tan admirado Molière del que tanto escribió y con conocimiento de causa, nuestro dramaturgo acuñaba con toda fortuna aquella sabia expresión del autor del Tartufo: “Hacer reír es cosa seria”. Y en este sentido, Debiera haber obispas, clásico indiscutible de nuestro mejor teatro, fue el fruto ya maduro de un sabio y oficioso dramaturgo que con esta visionaria comedia de costumbres rescataba también finos elementos de la farsa clásica que desde el gran Rodolfo Usigli no había dado otro golpe similar de autoridad.

 

Chispa y sentido del humor

Testimonio tanto social como político de su época, y por qué no de una torcida raigambre moral que al escritor incomodaba, Debiera haber obispas nos muestra a un entonces autor visionario que sin regateos se manifestaba ya a mediados de la década de los cincuenta en defensa de los derechos de la mujer y de su abierta participación en la vida pública, en contra de un esquema de usos y costumbres retrógrado que en provincia se hacía más ñoño y estático. Tras una estructura aparentemente desenfada, esta explosiva comedia consigue reflejar defectos e incongruencias humanas que el inteligente y hábil polígrafo no ataca de frente sino más bien satiriza, con el buen sentido del humor y la chispa que le caracterizaban. Denuncia vedada de aquellos atavismos que a los ojos de un culto y sensible humanista representan un inaceptable talón de Aquiles de toda sociedad, el aquí subjuntivo “debiera” hace hincapié precisamente en las trabas de una cultura machista que en su pecado de exclusión tiene la penitencia.

Estrenada en el mismo año de su escritura (1954) por el también formidable dramaturgo Luis G. Basurto, en el Teatro Fábregas, y con diversas y contrastantes puestas y lecturas en su haber —incluida la más bien polémica que para el cine hizo Arturo Ripstein con Isela Vega a la cabeza del reparto—, ahora vuelve a ella la primera actriz Susana Alexander. Para sumarse a la nómina de las María Teresa Montoya, Anita Blanch, Isabela Corona, Gloria Marín, Virginia Manzano, María Teresa Rivas, Blanca Torres, Ofelia Guilmain y Silvia Pinal, entra muchas otras destacadas actrices que con ella triunfaron, Susana Alexander ha sabido reconocer en este clásico no solo la diversidad de matices que ofrece, sino además la amplia variedad de temas neurálgicos que su autor aborda aquí con chispa y sabiduría. Obra de suma actualidad, como suele suceder con todo clásico que esencialmente por su carácter visionario trasciende épocas y espacios (“Si quieres ser universal, conoce primero tu aldea”, escribió Tolstoi), esta agradable y desparpajada puesta de Debiera haber obispas pone su acento precisamente en ese diálogo abierto entre tradición y originalidad, entre la norma acatada y el individuo capaz de transgredirla, como elemento catalizador que aquí desencadena el curso de la acción.

Gran humanista y polígrafo, Rafael Solana.

 

Ni el sismo los detuvo

La discreta pero cuidada dirección de Ellen Lexa ha puesto aquí su acento en una respetuosa comprensión del original que deja hablar por sí mismo, y en trazar un discurso donde si bien la voz cantante es la de la primera actriz sobre quien recae el mayor peso, a la vez atiende y promueve la congruente sonoridad de los demás intérpretes en un todo armónico. Y si sabemos que Susana Alexander nunca nos va a quedar a deber, esta función de estreno, que fue yendo de menos a más, estuvo signada además por un previo sismo que evidenció el profesionalismo de toda la compañía, porque la verdadera gente de teatro pareciera estar hecha de una pasta especial y con una vocación siempre a prueba de todo.

Acompañan aquí a la Alexander otros nombres de muy probada trayectoria como Roberto D’Amico, Enrique Becker, Cecilia Romo, Rosario Zúñiga y Pilar Flores del Valle, todos a la altura de un texto que si bien pareciera fluir sin mayores exigencias, se inscribe en ese siempre difícil género de la farsa-satírica en el que si se abusa de ingredientes y cocción, con facilidad se cae en el ridículo. Y en ese mismo tono están Julio César Luna y Caribe Álvarez, quienes con viejos lobos de mar tras de sí, y sin achicarse, contribuyen a mantener el ritmo de un clásico original que entre sus mayores atributos tiene el estar muy bien escrito y tener en el lenguaje precisamente buena parte de su intensa comicidad.

 

Cómplices

Producción de Alfred y Didier Alexander-Katz, herederos de un amor por el teatro que contagia, sobre todo en estos tiempos en que el quehacer escénico compite con otras tantas formas de entretenimiento y se mantiene firme solo por la terca lucha de sus defensores a ultranza, esta admiración se hace más patente cuando apuestan por el teatro mexicano y autores clásicos tristemente olvidados en un mundo cuyo rasgo dominante es la desmemoria. El propio Rafael Solana fue un declarado y siempre generoso promotor de nuestro teatro, del trabajo de todos sus hacedores, y mucho nos conmueve que una primera actriz como Susana Alexander y sus aquí cómplices de tributo lo rememoren con su clásico teatral por excelencia, para que las nuevas generaciones sepan que ese gran personaje de nuestra cultura fue mucho más que el nombre de un foro. El destacado diseño de vestuario, para reforzar el carácter costumbrista de la pieza, es de Cristina Sauza. En el Teatro “Rafael Solana”, dentro del Centro Cultural Veracruzano.