En 1941, después de revisar unas radiografías, un médico diagnosticó a Georges Simenon (13 de febrero de 1903–4 de septiembre de 1989) que no viviría más de dos años. Para entonces el escritor de origen belga ya podía considerarse un autor superventas (hacía 11 años que había creado para el mundo de las letras policiacas al comisario Maigret). Como su primer hijo tenía dos años de edad, el escritor se sintió angustiado por la idea de que cuando fuera mayor, no tuviera suficiente información acerca de su padre. Salió entonces a comprar unos cuadernos e inició la escritura a mano y en primera persona (contra su costumbre ya que siempre escribía a máquina y en tercera persona) de una larga carta para contarle a ese niño su propia infancia. Cuando llevaba cien hojas mostró el manuscrito a su amigo André Gide, quien le recomendó volver a la tercera persona, a la máquina, y hacer de ese material una novela, que resultó Pedigrí (más de 600 páginas, publicada por primera vez en 1948) en cuyo prefacio Simenon advierte que “todo es verdad pero nada es exacto”. Del libro reeditado por Acantilado, con la traducción de Núria Petit, transcribo algunas líneas.

El manuscrito lo conoció el gran André Gide.

…Tiene sed, hambre. Algo le falta. Siente como un vacío, pero no sabe qué hacer, huye de la habitación, mete la llave en el bolsillo.

Estamos a 12 de febrero de 2003. Una lámpara silba y escupe en la escalera su gas incandescente, porque en la casa hay gas, pero no en el segundo piso.

En el primero, Élise ve luz debajo de una puerta; no se atreve a llamar, ni se le ocurre. Allí viven unos rentistas, los Delobel, unos que juegan a la bolsa, una pareja egoísta que se cuida mucho y pasa varios meses al año en Ostende o en Niza.

Una corriente de aire en el pasillo estrecho, entre dos tiendas. En los escaparates de la tienda Cession docenas de sombreros oscuros y, en el interior, personas fuera de su ambiente que se miran en los espejos y no se atreven a decir que están satisfechas con su imagen, y la señora Cession, la casera de Élise, con un traje de seda negro, adornos de blonda negra, un camafeo y un reloj con cadena colgado del cuello.

Cada minuto pasa un tranvía, los verdes que van a Trooz, a Chenée o a Fléron, los rojos y amarillos que hacen las circunvalación de la ciudad.

Unos buhoneros pregonan a gritos la lista de los números ganadores de la última lotería y otros vociferan:

—¡La baronesa de Vaughan, diez céntimos! ¡Compren el retrato de la baronesa de Vaughan…!

Desde que tiene memoria, Élise recuerda la misma sensación de pequeñez; sí, se siente muy pequeña, muy débil, indefensa, en un universo demasiado grande que no le hace ningún caso, y sólo puede balbucir:

—Dios mío…

Novedades en la mesa

Dice Nicole Brossard en uno de sus poemas de Lenguas oscuras: “Me intereso en el conocimiento porque es fácil caer en la melancolía, encontrarse frente a frente con el perro del alma sin ganas de conversar. Cualquier cultura exige palabra obstinada en desenredar los pronombres del ser”. El poemario traducido por Joëlle Guatelli-Tedeschi y Verónica Martínez Lira tiene una nota preliminar de Luis Alberto Ayala Blanco, y fue editado por Espejo de Viento, en su colección Taller Ditoria.