Cuando murió José Revueltas (20 de noviembre de 1914–14 de abril de 1976), Juan de la Cabada pidió “un minuto de aplausos”, para el compañero “que jamás calló”. Revueltas fue encarcelado en cuatro ocasiones por su militancia política: primero en una correccional para menores, dos veces en las islas Marías y finalmente en Lecumberri, en 1968. En ese penal escribió la novela breve El apando (Era), de la cual transcribo las primeras líneas:

Novela escrita en la cárcel de Lecumberri.

Estaban presos ahí los monos, nada menos que ellos, mona y mono; los dos, en su jaula, todavía sin desesperación, sin desesperarse del todo, con sus pasos de extremo a extremo, detenidos pero en movimiento, atrapados por la escala zoológica como si alguien, los demás, la humanidad, impiadosamente ya no quisiera ocuparse de su asunto, de ese asunto de ser monos, del que por otra parte ellos tampoco querían enterarse, monos al fin, o no sabían ni querían, presos en cualquier sentido que se los mirara, enjaulados dentro del cajón de altas rejas de dos pisos, dentro del traje azul de paño y la escarapela brillante encima de la cabeza, dentro de su ir y venir sin amaestramiento, natural, sin embargo fijo, que no acertaba a dar el paso que pudiera hacerlos salir de la interespecie donde se movían, caminaban, copulaban, crueles y sin memoria, mona y mono dentro del Paraíso, idénticos, de la misma pelambre y del mismo sexo, pero mono y mona, encarcelados, jodidos. La cabeza hábil recostada sobre la oreja izquierda, encima de la plancha horizontal que servía para cerrar el angosto postigo, Polonio los miraba desde lo alto con el ojo derecho clavado hacia la nariz en tajante línea oblicua, cómo iban de un lado para el otro dentro del cajón, con el manojo de llaves que salía por debajo de la chaqueta de paño azul y golpeaba contra el muslo al balanceo de cada paso. Uno primero y otro después, los dos monos vistos, tomados desde arriba del segundo piso por aquella cabeza que no podía disponer sino de un solo ojo para mirarlos, la cabeza sobre la charola de Salomé, fuera del postigo, la cabeza parlante de las ferias, desprendida del tronco —igual que en las ferias, la cabeza que adivina el porvenir y declama versos, la cabeza del Bautista, solo que aquí horizontal, recostada sobre la oreja—, que no dejaba mirar nada de allá abajo al ojo izquierdo, únicamente la superficie de hierro de la plancha con que el postigo se cierra, mientras ellos, en el cajón, se entrecruzaban al ir de un lado para otro y la cabeza parlante, insultante, con una entonación larga y lenta, llorosa, cínica, arrastrando las vocales en el ondular de algo como una melodía de alternos acentos contrastados, los mandaba a chingar a su madre cada vez que uno y otro incidía dentro del plano visual del ojo libre. “Esos putos monos hijos de su pinche madre”. Estaban presos. Más presos que Polonio, más presos que Albino, más presos que El Carajo. Durante algunos segundos el cajón rectangular quedaba vacío, como si ahí no hubiera monos, al ir y venir de cada uno de ellos, cuyos pasos los habían llevado, en sentido opuesto, a los extremos de su jaula, treinta metros más o menos…

 

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