Es una frase de Melchor Ocampo de hace más de siglo y medio: “notad, señores, que la intolerancia se va trasladando de la religión a la política”, advertencia que parece aplicar hoy día.

Aunque nuestra historia es tan corta, la escasa experiencia de nuestras democracias debería servir para no cometer los mismos errores. Ciertamente, incluso la civilización humana es joven y lo es la vida sobre la tierra. Si pensáramos que la vida de los mamíferos fuera un metro, entonces lo que hemos vivido de democracia, digamos el ejercicio democrático de nuestra civilización tendría el grosor de una centésima parte de un cabello. Aún en esta escasa experiencia las causas de la violencia han mostrado sus raíces más en la intolerancia. Por ello vale hoy la pena recordar a uno de los defensores de la tolerancia, el laicismo y la ciencia.

Fue un hombre culto e instruido que estudió latín, matemáticas, física y filosofía en el seminario de Michoacán, y posteriormente derecho en la Universidad Pontificia de México. Fue un humanista en toda regla, apasionado de las ciencias naturales y defensor de su enseñanza.

Manifestó una preocupación que continúa vigente, la necesidad de dar mayor atención al estudio de las ciencias naturales y exactas:

“Es de suponer que con el tiempo se abran nuevas carreras a la juventud estudiosa; es también de esperarse, y no porque el gobierno crea en la ponderada superabundancia de sacerdotes, abogados y médicos, pues nunca sobra el número de personas instruidas, sino porque juzga que la conciencia, la bolsa y la salud no son los únicos objetos de estudio, y sí que las ciencias presentan hoy un vasto campo de utilidad y de gloria, que muchos jóvenes puedan dedicarse a brazos de ellas que se hallan hoy enteramente desatendidos entre nosotros, que forman la suerte y el lustre de muchas familias en Europa y que evitarán en lo sucesivo la aglomeración de personas en unas mismas facultades, que por su mismo número no pueden vivir cómodamente del desempeño de ellas ni dedicarse con facilidad a nuevos estudios después de haber consumido, en lo que al fin le resultan estériles, ellos los mejores años de su vida, y sus familias el capital que representan sus alimentos y demás gastos reunidos, y después de haber adquirido hábitos poco adaptables a un nuevo y distinto género de ocupaciones”

 

Libertad de conciencia: no se trata de imponer a otros las creencias propias sino de garantizar que cada uno pueda mantener las suyas.

 

La importancia de un estado laico para la democracia y como pilar fundamental de un pueblo libre fue también previsto por Ocampo, quien comprendía la importancia de una educación sin dogmas religiosos o políticos.

Sin un Estado laico tampoco hay libertad de conciencia, aseguraba que no se trata de imponer a otros las creencias propias sino de garantizar que cada uno pueda mantener las suyas. Todos somos libres de profesar en lo individual cualquier creencia política y religiosa, cualquier credo siempre y cuando no se perjudique el derecho de los demás. Pero el gobernante como tal debe gobernar para todos sin distingo ni político ni religioso, se debe como gobernante a toda la nación, y su deber es preservar la riqueza de la diversidad.

En su discurso Religión y unión, Ocampo manifiesta que el sacerdocio de todas las religiones no tiene más objeto que el de enseñar las relaciones del hombre con Dios, y que, a los laicos, poco nos es lícito decir sobre ellas. Estas son cuestiones que cada individuo debe arreglar con Dios y por ello a cada individuo ha dado el mismo Dios la razón y la conciencia. Por ello lo dejamos que, conforme a ella, a su conciencia, arregle tales relaciones, con tal de que no se sirva de su creencia como pretexto para perjudicar a un tercero.

Hoy día arreglemos cada uno nuestros asuntos con Dios y con nuestra ideología de acuerdo a nuestra conciencia, pero privilegiemos el bien común y la tolerancia, México no necesita más sacrificios, linchamientos ni fusilamientos.