A la memoria de Rafael Solana

 

Tuve la enorme oportunidad de conocer Notre Dame de la mano del sabio e ilustre humanista Rafael Solana en 1991, culminada dicha vital experiencia con una excepcional interpretación del Réquiem de Mozart, que en ese año conmemoraba —entre otros muchos acontecimientos culturales para recordar tamaña efeméride musical— el bicentenario luctuoso del gran genio de Salzburgo. Por supuesto que pararme frente a ella superó en mucho la idea que tenía de una de las más colosales e icónicas construcciones del gótico medieval, acopio del esplendor y la monumentalidad de la época y sus más sublimes aspiraciones artístico-espirituales.

Empezada su celebratoria construcción, ocho siglos antes de mi año de nacimiento, en 1163, Notre Dame refleja influjos de la extraordinaria abadía de Saint Denis, sin hasta le fecha saber a ciencia cierta si su primera piedra fue puesta por el obispo Sully o el papa Alejandro III, en una de esas tantas lagunas históricas que alimentan la leyenda que ya es sabiduría popular. A lo largo de su extendido y sin duda accidentado proceso de construcción, que duró hasta avanzado el siglo XIV, se sabe que fueron varios los artistas arquitectos —con los nombres ilustres de Jean de Chelles y Pierre de Montreuil en el trayecto, a la par de lo acontecido en Chartres, Reims y Amiens— que participaron en el proyecto, con claras diferencias estilísticas presentes en el edificio que a lo largo de su larga y fragorosa historia conoció toda clase de experiencias diversas, unas gozosas y otras francamente fatídicas.

Alterada sustancialmente a finales del siglo XVII, durante el reinado del “rey sol”, Luis XIV, sobre todo en sepulcros y vidrieras destruidos entonces para ser sustituidos por elementos más al gusto del estilo barroco artístico de la época, de entonces datan aportaciones invaluables de artistas de la talla de Laurent de La Hyre o Sébastien. De allí provienen más de setenta pinturas de gran formato que sobre la marcha habían sido recuperadas de la infausta rapiña, para restaurar un majestuoso edifico que siendo producto de lo sublime, en múltiples ocasiones había sido objeto también de lo grotesco que como signo vital igual emana de la siempre contrastante condición humana, como con sabiduría lo predijo el no menos providencial genio de Víctor Hugo en su prodigiosa novela Nuestra Señora de París.

Objeto del latrocinio durante la Revolución francesa, más elementos de su inusitada fisonomía fueron destruidos y robados por obra y gracia del hombre, hasta que Napoleón Bonaparte se coronara allí emperador que presenció su declive megalómano.

Con el florecer de la época romántica, la catedral se apreció con otros ojos y, bajo esta nueva luz del pensamiento, se inició un programa de restauración de la que el propio Víctor Hugo y sus correligionarios fueron testigos presenciales, a la luz de otros artistas que como Eugène Viollet-le-Duc y Jean-Baptiste-Antoine Lassus abonaron por su amor irrestricto al gótico que sobre la marcha había sido severamente lesionado: la inserción de gabletes en las ventanas, el rosetón sur enteramente nuevo, el cambio de la piedra de los arbotantes por piedra nueva, la reconstrucción de todas las capillas interiores y altares, la colocación de estatuas en la Galería de los Reyes parcialmente destruida durante la Revolución Francesa y gárgolas que configuran una de sus imágenes más características, además del aislamiento del edificio al derribar todas las construcciones de sus alrededores.

Con otras celebradas adecuaciones de la segunda mitad del siglo XIX que presenciaron las turbulencias sociales de la Comuna de París durante 1871 y un conato de incendio que presagió lo por venir casi siglo y medio después, Notre Dame fue testigo de múltiples acontecimientos sociales y personales, como el más bien acallado suicidio allí de nuestra sabia y excéntrica mecenas Antonieta Rivas Mercado en 1931. Después de haber librado los horrendos abusos hitlerianos que milagrosamente se abstuvieron de bombardear París y su magnificencia histórico-artística —con Notre Dame vigilante en el corazón de la cité—, y después de que las excavaciones de 1965 descubrieran catacumbas romanas y se suscitara un proyecto de restauración previsto en su conclusión definitiva hacia el 2022, este infausto pasado lunes se desató un terrible y paradójico incendio de causas todavía no ciertamente declaradas —dada la tecnología a la mano— que ha destruido buena parte de uno de los edificios más icónicos de todo el gótico y de la propio capital francesa que es toda ella un portento.

Al parecer originado en el ático de madera que sostenía el techo del templo, el fuego se ha propagado rápidamente y sin resistencia. En una autentica imagen dantesca, contraviniendo lo que esta figura literaria pueda provocar en algunos ilusos, la maravillosa torre en forma de aguja que coronaba el templo no ha resistido y se ha derrumbado, sin que los especialistas puedan asegurar que se pueda rescatar. Después de leer el lúcido y premonitorio gran ensayo de Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo, este trágico acontecimiento es un claro reflejo de la época decadente que hoy vivimos, porque de frente a grandes e innegables progresos tecnológicos, experimentamos una clara decadencia de los llamados valores clásicos que hoy han sido absurdamente substituidos por otros ramplones e intrascendentes. En 2001 pude presenciar, atónito, en tiempo real, un año después de haber estado en lo más alto de su cúspide que casi tocaba el firmamento, cómo se acababa de venir abajo un icono de la arquitectura contemporánea como eran las Torres Gemelas de Nueva York; el pasado lunes, perplejo, con lágrimas en los ojos, he visto Notre-Dame de París en llamas, sin la certeza de poder volver a admirarlo, en toda su magnificencia, en lo que me resta de vida.