El hombre está condenado a la libertad.
J.P.S.

 

Los dos grandes exponentes del existencialismo francés, tanto Jean-Paul Sartre como Albert Camus utilizaron su adicional talento literario para difundir mejor sus respectivas tesis filosóficas. Imprescindibles pensadores del convulso siglo XX, a través de la novela, el teatro y el ensayo lograron trascender y poner en contexto la impronta de Kierkegaard, y si bien muchas veces he manifestado una mayor cercanía anímica con el argelino-francés que por desgracia tuvo una muy prematura y trágica muerte, con no menos pasión leí en la facultad la obra sólida y estremecedora del autor de Por los caminos de la libertad y La náusea, dos auténticas novelas de iniciación.

Primero un no menos elocuente dramaturgo, Sartre inició su carrera literaria precisamente en el teatro, en plena efervescencia bélica, con dos piezas esenciales del quehacer escénico contemporáneo: Las moscas y A puerta cerrada. Punta de lanza de su manifiesto existencialista, en ambas se condensa la tesis según la cual todo ser humano se enfrenta cotidianamente a la imperiosa necesidad de elegir y ser el único responsable de las ineludibles consecuencias que dicho acto conlleva. Su obra dramática más puesta y citada, y más allá de abrevar de un natural estado anímico e intelectual afín al nihilismo y el pesimismo –se estrenó cuando las tropas alemanas tomaban París–, en A puerta cerrada se recrudece la idea sartreana de que el hombre existe como individuo en un universo carente de un propósito determinado y con la salvedad de un no menos relativo “libre albedrío” que tampoco es sine qua non de su libertad condicionada.

Los tres personajes protagónicos, quienes comparten y coinciden en una mazmorra en el infierno donde aparecen a la vez como verdugos y víctimas (“el infierno son los demás”), son portadores de este más o menos consciente estado nihilista, manifestando con sus actos y expresiones una negación de las creencias establecidas por la costumbre –y no menos absurdas– en lo que concierne por ejemplo a religión o moralidad. El mismo Sartre explica en su nodal texto “Los inventores de los mitos” por qué se oponía a un teatro realista o psicologista tradicional; sus entes de A puerta cerrada, por ejemplo, encarnan un realismo más auténtico y a la vez crítico, en el entendido de que en la vida cotidiana resulta imposible separar o distinguir los hechos objetivos de lo que es “justo” o “correcto”, lo “real” de lo “ideal”, la “psicología” de la “ética”, el “desear” del “deber”. En este sentido, Sartre y los demás existencialistas estaban convencidos de que el arte no se puede limitar a retratar una realidad meramente aprehendida por los sentidos, por lo que no puede ni sobre todo debe presentar estereotipos universales, sino ocuparse de sus principales preocupaciones, disipar sus angustias mediante la narración de mitos acerca de la muerte, el destierro, el desamor, la propia contingencia existencial.

Melodrama filosófico, tal y como lo llamó Eric Bentley, y en concordancia con el llamado “teatro de la crueldad” de Antonin Artaud, si bien Sartre construye siempre personajes con un discurso más apegado a la disertación lógica, los corpóreos fantasmas de A puerta cerrada tratan de comprender por qué fueron condenados, y de esta manera explican la definición sartreana de la muerte y el infierno, que consisten en un estado de fijación eterna de una determinada identidad y en el cual ya no existe ninguna posibilidad de elección. Constantes sartreanas como “el peso categórico de la mirada del otro”, “culpa y verdad-realidad”, “condena o salvación”, tienen una presencia definitoria en este drama donde tres muertos condenados a la “eternidad” y a estar juntos tendrán que confesarse sus penurias y sus culpas, sus miedos y sus obsesiones.

 

 

Haciendo hincapié en la vigencia de este categórico y demoledor texto dramático de Sartre, hemos tenido la oportunidad de volverlo a ver en escena bajo una dirección puntual e inteligente del experimentado Enrique Singer. Tratándose de una obra compleja por su carga ideológica y su contenido metafísico, el responsable de la puesta ha puesto especial atención en una fina lectura del original, que nos ha llegado en una versión impecable del sabio traductor sobre todo de una buena parte de la obra dramática de Shakespeare, Alfredo Michel Modenessi, reconocido especialista en la materia. Se nota que Singer trabajó agudamente en principio para una comprensión cabal del texto por parte de los actores, pues para el agudo pensador y polígrafo francés era vital que lo mostrado y dicho en escena cumpliera una función determinante en el espectador, entendiendo que el teatro debe ser transformador. El diseño de escenografía del igualmente talentoso y experto Jorge Ballina enriquece el montaje con la concepción de un espacio visiblemente claustrofóbico y asfixiante; la iluminación de Félix Arroyo se suma bien a dicho concepto. Muy atinado el vestuario de Estela Fagoaga.

Con los primeros actores Alejandro Camacho y Blanca Guerra a la cabeza de un reducido pero sustantivo reparto, conforme Sartre entendía el teatro como una experiencia definitoria e íntima, más allá del espectáculo, ambos echan la carne al asador y ponen su talento al servicio de un texto de vital trascendencia; si el trabajo de él se caracteriza por su explosividad, ella arremete su más arriesgado rol con impecables contención y finura. Una grata sorpresa ha sido lo hecho por Adriana Llabrés, quien no desmerece al lado de los otros dos más recorridos histriones, con temple y carácter. La parte menor del botones la hace la joven Paulina Soto Oliver, en un interesante giro satírico que para nada desmerece y en cambio enfatiza un favorable tratamiento cáustico. Para los tres protagonistas se trata de una auténtica tour de force que asumen con voluntad y compromiso.

En este mundo particularmente atribulado de hoy, un autor como Jean-Paul Sartre y una obra como A puerta cerrada se tornan particularmente necesarios. En el Teatro Independencia del Seguro Social.