Entre las muchas cosas buenas y malas que he tenido oportunidad de ver en este obligado confinamiento de ya más de dos meses, dentro de la desigual programación que ofrece un conocido proveedor de streaming, sobresale el extraordinario y vívido documental Caballé, más allá de la música (del 2003, quince años antes de su muerte), que en medio de turbulentos desacuerdos con el productor terminó por realizar Antonio A. Ferré. Si bien la propia diva catalana tampoco estuvo del todo de acuerdo con el tratamiento de no pocas dolorosas experiencias en su transitar tanto anímico como profesional, terminaría sin embargo por disfrutar y agradecer este acercamiento que en su conjunto acaba por favorecer un mejor reconocimiento tanto de la mujer inteligente y apasionada como de la artista sensible y dotada.

Rodado a lo largo de casi tres años, Caballé, más allá de la música, como los clásicos Par lui- même de la conocida editorial francesa Gallimard, ha aprovechado muy bien una buena cantidad de material inédito en torno a la sacrificada formación y los difíciles comienzos en la carrera de una sorprendente soprano que a punta de incansables estudio y trabajo potenció sus singulares facultades tanto vocales como musicales. Así se constata, por ejemplo, el público puede corroborar cuando en 1965 mostró los arrestos para suplir a su colega norteamericana Marilyn Horne en una memorable función en recital con una ópera que no conocía y tuvo que estudiar a marchas forzadas, Lucrecia Borgia, de  Donizetti, en el Carnegie Hall de Nueva York, donde causó tal sensación que un crítico simple y sencillamente la describió como: “Callas + Tebaldi = Caballé”. Esa premonición sería tan cierta, que la propia gran diva de todos los tiempos, la divina Maria, años después respondería a la pregunta de quién podría sucederla: “Sólo Caballé”. Ella confiesa aquí que la Callas siempre la trató con deferencia, como su colega menor y de quien percibía la admiraba y apreciaba con sinceridad, por lo que llegaron a consolidar una amistad si no muy estrecha, en cambio sí respetuosa de ambas partes.     ​

 

Se puede cotejar también que, en medio de la adversidad a consecuencia de la Guerra Civil Española, Montserrat Caballé recibió sus primeras lecciones de solfeo de su propia madre, la valenciana Ana Folch, quien mejor que nadie promovería las facultades vocales de una jovencita fuera de serie. Siempre agradecida, bajo el providencial mecenazgo de la familia Bertrand y Mata, que igual reconoció esas condiciones extraordinarias​, a la edad de once años entró al Conservatorio Superior de Música del Liceo de Barcelona, convirtiéndose con el tiempo en la voz más destacada de su generación, en figura indiscutible de exportación del propio Teatro Liceo que acompañó su debut con la Serpina de La serva padrona, de Giovanni Batista Pergolesi, en el Teatro Fortuny de Reus, en 1955. El del propio Liceu tendría lugar siete años después, con el protagónico de Arabella, de Richard Strauss, que sería otro de sus autores más caros. Ella misma rememora, con lágrimas en los ojos, como una de sus experiencias más dolorosas, el incendio que en 1994 destruyó su adorado Liceo de Barcelona, convirtiéndose, junto con su coterráneo José Carreras ––uno de sus tenores de cabecera y quien en sus inicios recibió su generoso cobijo––, en una de las personalidades artísticas que más apoyó y promovió su reconstrucción.

Discípula destacada de Eugenia Kemmeny que le transmitió su impecable técnica de respiración, como la propia maestra rememora, a su hermoso timbre, a su extenso y poderoso registro que igual pulió con otros notables maestros como Conchita Badía y Napoleone Annavazzi, Caballé sumó un no menos admirable poder interpretativo que le permitió abordar muy distintos repertorios y géneros, con una personalidad que llenaba el escenario. Siempre dedicada y estudiosa, como sello distintivo testimoniado aquí por muchas otras importantes figuras que la cobijaron o crecieron con ella, y otras a quienes incluso ella favoreció, su escuela se fue perfeccionando tanto en el terreno musical como en el histriónico, compartiendo espacio celestial con otras prime donne de la talla de las propias Callas y Tebaldi, Birgit Nilsson, Joan Sutherland, Elisabeth Schwarzkopf, Leyla Gencer o Renata Scotto. Hay, por ejemplo, imágenes de uno de sus triunfos en México, con el primer tenor italiano Peppo Di Stefano, cuando a nuestro país venía lo más granado del belcanto y la promoción de la cultura y el arte no era considerada absurdamente, en el mejor de los casos, como algo accesorio y suplementario.

En este puntual itinerario se rememora además su inscripción en el siempre competido circuito internacional en 1955, cuando ingresó a la compañía del Teatro Municipal de Basilea donde debutó con la Mimí de La Bohemia, de Puccini. Sería vital, de igual modo, porque las experiencias negativas suelen convertirse en acicate para voluntades inquebrantables como la suya ––el diálogo reconfortante con un extraño sería iluminador––, un absurdo e inexplicable rechazo en la Ópera de Roma. En una carrera siempre ascendente,  después iría a la Ópera de Bremen, en Alemania, donde fortaleció su perfeccionamiento técnico y amplió notablemente su repertorio, con lo que fue abordando otros distintos y complejos roles y obras de los periodos barroco, clásico, romántico y contemporáneo. Extraordinaria en varios papeles del acervo mozartiano (la Fiordiligi de Così fan tutte, por ejemplo), qué duda cabe que fue una de las grandes intérpretes belcantistas con partituras y roles exigidos de Rossini (Semíramis), el mismo Donizetti (sus trágicas heroínas históricas Maria Estuardo, la Elisabetta de Roberto Devereux y la ya citada Lucrecia Borgia)  y Bellini (con Norma, Puritanos y Los Piratas, por ejemplo, tuvo funciones apoteósicas y dejó grabaciones de antología), sin desconocer sus enormes interpretaciones de heroínas verdianas y puccinianas que fueron acrecentando y fortaleciendo su prestigio (por supuesto, entre otros protagónicos de ambos, Isabel de Valois de Don Carlos y Tosca, o Aída y Turandot). Para sus muchos admiradores, entre los que me encuentro, es emocionante constatar cómo compartió escenario con las más de las otras importantes figuras con las cuales coincidió en activo y que aquí dan testimonio de su granza (Sutherland, Horne, Sherrill Milnes, Plácido Domingo, Samuel Ramey, entre otros), de igual modo bajo la dirección de las más grandes batutas al podio, entre ellas, Karajan, Solti, Bernstein, Leindorf, Mehta, Levine, Abbado, Ozawa o Muti. Mehta y Abbado, por ejemplo, confiesan aquí su inobjetable admiración.

Como esperamos que opere todo buen retrato de un artista de estas dimensiones, el controvertido reportaje en cuestión cumple a cabalidad su cometido al ofrecernos una imagen integral de quien se convertiría en una portentosa intérprete en las óperas italiana, francesa, alemana y por supuesto también la zarzuela española. Dando constancia igualmente de ello, la leyenda se seguiría escribiendo cuando accedió a otras no menos difíciles heroínas de obras de Wagner (Isolda y Sieglinde, de Tristán e Isolda y La valquiria, respectivamente) y el mencionado Strauss, dejando de este último por ejemplo una de las grabaciones de referencia de su Salomé, con James King, Regina Resnik y el propio Milnes, con la Orquesta Sinfónica de Londres, bajo la batuta del gran Erich Leindorf. También una estupenda liderista, dentro de su amplia y variada discografía igual dejó varios registros de la canción de concierto en lenguas alemana, italiana, francesa y por supuesto española, y su fama se hizo mucho más notoria cuando tuvo la osadía de acceder al terreno comercial y unir su voz a la del prematuramente desaparecido Freddie Mercury ––confiesa haber llegado a estimarlo y sentir mucho su muerte, pues él había tenido la delicadeza de confesarle su condición de O positivo y estar padeciendo ya algunos estragos de la enfermedad––, con el conocido tema “Barcelona” para las Olimpiadas de 1992, y que ella sola encabezó porque para entonces él ya había fallecido.

Caballé, más allá de la música sirvió para rendir tributo en vida a otra de las capitales aportaciones de la lírica española al quehacer operístico mundial, y junto con las también sopranos Victoria de los Ángeles y Pilar Lorengar, la mezzo Teresa Berganza, el barítono Juan Pons, y los tenores Alfredo Kraus, Plácido Domingo y José Carreras, estuvo entre quienes encabezaron las marquesinas de los más exigentes espacios belcantísticos. Quien fuera ampliamente reconocida en vida, profeta en su tierra, en tributo a sus enormes facultades vocales, como lo es este mismo documental, cubrió un amplísimo registro que bien le permitió triunfar en los repertorios lírico, belcantístico, dramático y hasta épico, convirtiéndola así en una auténtica leyenda viviente, diva indiscutible de los más importantes escenarios operísticos que comprobaron la belleza, la plenitud, la nitidez y la potencia de su cuasi milagroso instrumento. Su devoto admirador desde que como melómano empedernido descubrí este maravilloso arte sin límites que es el bel canto, en mis discografía y videografía en la especialidad se encuentra entre lo más selecto, testimoniando uno de los registros vocales más sorprendentes de los que tengamos vestigio y memoria.