Desde su encierro obligado en los muros del Vaticano, Francisco desarrolla su ministerio pastoral, con la certeza de que la pandemia de Covid-19 es una llamada de alerta a la humanidad sobre la importancia de cambiar hábitos de vida y adoptar valores consecuentes con el humanismo. Al margen de su condición de jerarca máximo de la Iglesia Católica, Jorge Bergoglio combina con virtud ese humanismo con la religión y, en consecuencia, se une al mismo llamado que formulan los líderes de otras confesiones. Respetuoso de las diferencias, el Papa insiste en la prioridad tomista de trabajar para el bien común, sin olvido, división o indiferencia hacia los que menos tienen.

Al interior de la Iglesia Católica y con actitud proactiva, Bergoglio busca tender puentes que acerquen a liberales y conservadores, de tal suerte que respalden la propuesta de Paulo VI de edificar la civilización del amor, y la de Juan Pablo II, de globalizar la solidaridad. En la combinación armónica de esos dos postulados históricos, anhela encontrar la llave que permita dar continuidad a la evangelización de la cultura, a la opción preferencial por los pobres y al papel misionero de la Iglesia, que son líneas centrales de su pontificado y espejo de las tesis de la CELAM, en sus reuniones de Puebla (1979) y de Aparecida (2007).

No podría ser de otra manera. La crisis generada por la pandemia deja al descubierto las grandes debilidades estructurales del sistema internacional, en particular la falta de idoneidad del ordenamiento liberal creado en 1945 en San Francisco, así como la precariedad de las herramientas que existen para estimular el desarrollo, combatir rezagos endémicos y revertir el deterioro ambiental y el armamentismo. En efecto, la pandemia ha detonado dos grandes fenómenos; el primero es que ha quitado máscaras y mostrado el verdadero rostro de líderes que hablan de paz, siendo que en realidad politizan la emergencia sanitaria y con ello estimulan desencuentros. Se trata de líderes ultra nacionalistas que, invocando intereses poco claros e incluso xenófobos, parecen estar empeñados en debilitar la arquitectura multilateral de las relaciones internacionales, con los riesgos que ello conlleva para la estabilidad global. El segundo fenómeno se refiere a la voz que ha dado el Covid-19 a los defensores de los que menos tienen; a líderes, activistas sociales y voluntarios anónimos que, con frecuencia, trabajan con retribuciones simbólicas y ponen su vida en riesgo para atender el desafío.

Entre estas voces autorizadas, destaca el caso de Francisco, quien ha llamado a la mesura para evitar la utilización política de la pandemia, lo mismo a nivel nacional que internacional. Su intención es recuperar los impulsos políticos y valores fundacionales de la Organización de las Naciones Unidas, sabedor de que dicho foro cuenta con el capital diplomático necesario para construir un mejor futuro. Hacia adelante, Francisco postula la esperanza que se nutre de la corresponsabilidad y condena lo que él denomina el “egoísmo indiferente” y el “gran deterioro de la casa común”. En estos términos, en su mensaje Urbi et orbi del 27 de marzo último, tuvo razón el Papa al señalar que, ahora que nos encontramos perdidos, asustados y frágiles por esta tempestad, todos estamos llamados “a remar juntos”. Dicho de otra manera, las palabras de Francisco invitan a la solidaridad, la toma de conciencia y la empatía de todos con todos.

Internacionalista.