Cuando desde el poder presidencial se postula e insiste en una nueva etapa de transformación de México, ofreciéndose una narrativa vinculada a las jornadas de identidad histórica nacional con la Independencia, la Reforma y la Revolución, no expone un mero referente para ubicar su gestión o para dar sentido a la comprensión más general de su propuesta de gobierno.

No es la narrativa de la renovación moral de la sociedad de Miguel de la Madrid en 1982 o la consigna de mover a México de Enrique Peña Nieto en 2012. No es una síntesis para la propaganda del horizonte de un período de gobierno. Al contrario, es la propuesta de mayor y más largo aliento que, desde luego, pretende hincar raíces con la aspiración de inaugurar una nueva etapa con horizonte de duración en el tiempo.

Todo indica que el inquilino de Palacio Nacional concibe su propuesta más allá del tiempo que la Constitución reserva para un mandato en el poder ejecutivo. El encargo recibido en las urnas es, a un tiempo, responsabilidad específica para ejercer las funciones del cargo ejecutivo, y medio para abrir paso a la etapa de la vida nacional que lleva a la transformación ofrecida. Si —por ejemplo— el movimiento armado de 1910 abrió la puerta a una nueva Constitución y a un nuevo orden de cosas, la transformación que impulsa el Ejecutivo es la puerta que propone a un nuevo estado de cosas.

Así como en el Congreso Constituyente de 1856-1857 se impulsaron la consolidación de la forma federal ante las visiones confederalistas y los episodios centralistas, y las libertades individuales como un asunto de la Federación y ya no de la competencia mayormente estatal, dándose paso a un tiempo político, económico y social distinto, ahora desde el Ejecutivo Federal se promueve el advenimiento de una nueva época.

No aspiro a reducirla o a identificarla ahora con uno o dos conceptos, pero la ruta me parece clara. Hoy la sociedad mexicana no debería ver tan sólo al responsable de un mandato, sino a quien se propone establecer un nuevo tramo de largo plazo para regir la vida nacional. Si la óptica se preserva en el espacio temporal de la gestión -y vuelta a empezar, por decirlo así, con la renovación del titular- como pacíficamente lo hemos ya observado casi tres generaciones de nacionales del país, creo que se podría perder la perspectiva del antecedente y de la aspiración.

Por un lado, una actuación “anti-sistémica” de décadas y tres campañas nacionales para esperar la decisión mayoritaria del pueblo, en la que enfrentó dos derrotas, una muy dolorosa y nunca aceptada; y por el otro, la convicción de que el mandato recibido en 2018 comprende el desmantelamiento del statu quo. No se interpreta como mandato para fungir, sino para cambiar. Esta premisa parece útil para ponderar el ejercicio que hace del cargo.

En las últimas semanas un tema capturó válidamente la atención nacional: la extinción de 109 fideicomisos constituidos por el Gobierno Federal como vehículos para asegurar la disponibilidad de recursos públicos requeridos por la más disímbola población, a fin de ejercer un derecho, como los adeudos con los ex-braceros y los propios de las víctimas de la delincuencia; de realizar una actividad de interés para la Nación, como la investigación científica y tecnológica, la producción cinematográfica y la competición deportiva de alto rendimiento; o de exigir un servicio que el poder público debe proporcionar, como la protección a los defensores de derechos humanos y a los periodistas amenazados por quienes tienen capacidad de ejercer violencia.

Más allá de lo evidente, como plantear la liquidación de esos fideicomisos para concentrar los remanentes disponibles y utilizarlos ante el deterioro de las finanzas públicas derivado de la emergencia sanitaria del nuevo coronavirus, o de primero promover la extinción, con un acto legislativo similar al de su creación, y con posterioridad efectuar las auditorías sobre su funcionamiento, el asunto de mayor fondo en la concentración de poder en el Ejecutivo.

Dos consideraciones: si el fideicomiso es público y el gobierno participa en el órgano que toma las decisiones sobre el cumplimiento de su objeto, ¿por qué no realizar por ese medio la política pública del mandatario en turno? Si las comunidades que ven atendidos sus legítimos derechos y son beneficiarios de los recursos públicos aportados a los fideicomisos, son emblemáticos y significativos —por muchas causas— para nuestra sociedad, ¿por qué la absoluta reticencia a escuchar, dialogar y revisar el instrumento con base en las evaluaciones y contribuciones de las personas en favor de las cuales se asignaron los recursos del erario?

Y dos hipótesis de solución: porque el acercamiento fideicomiso por fideicomiso requiere conocimiento, estrategia y tiempo, y porque ese acuerdo no importa ahora y —en todo caso— podría recuperarse, ahora sí sobre la base de uno por uno, si la administración de recursos desde la administración central resulta acorde al propósito de control político.

Duele escribirlo, pero la consumación legislativa de la separación de los fideicomisos en cuestión es una acción más en un tablero maestro de decisiones en torno al objetivo de concentrar el poder en el presidente de la República. Es, al principio y al final, la voluntad para impulsar la transformación anunciada.

Antecedentes del capítulo aludido hay varios: desaparición de las estancias infantiles y presunta entrega directa de recursos a las madres de familia; cierre de los albergues para mujeres víctimas de violencia familiar, sin opción sustitutiva; desaparición de la Policía Federal sin consideración a sus elementos valiosos y profesionales; supresión del seguro popular sin antes concretar el medio para atender el derecho a la protección de la salud; eliminación de la evaluación magisterial y cesión de la rectoría de la educación, y consulta popular al servicio del interés presidencial, no de la ciudadanía.

La narrativa más general y amplia es muy clara: la denuncia de la corrupción del pasado, pero sin acciones profundas en ese sentido, y el compromiso de no permitir actos ajenos a la ley y la probidad en el servicio público, aunque las pruebas indican lo contrario.

El método está marcado por la confrontación y la descalificación para distinguir entre quien se suma o allana y quien resiste o se excluye. El advenimiento de una nueva era a partir del quiebre y de la ruptura.

El vehículo es la conferencia matutina para el programa noticioso presidencial, espacio ideal para la siembra permanente de los distractores: la rifa del avión, el juicio los expresidentes, la polémica con los medios de comunicación críticos, por ejemplo, que han debido afinarse por la pandemia de la crisis económica y social de haber dejado a su suerte a quienes generan empleos y quienes viven de su trabajo cotidiano.

La pretensión de una hegemonía alrededor de la propuesta de transformación corre en contra de la pluralidad característica de la sociedad mexicana, mayormente acentuada por la revolución de las telecomunicaciones; y la concentración del poder en una persona corre en contra de los controles constitucionales y sociales para garantizar los derechos de cada quien ante el amago de la autocracia.

Entre los primeros, la oportunidad de revertir el proceso en marcha es impedir que el Movimiento de Regeneración Nacional y sus satélites obtengan la mayoría absoluta en la renovación de la Cámara de Diputados; y entre las segundas, la acción de la ciudadanía, los partidos y los contrapesos orgánicos existentes.

No son los fideicomisos o, más bien, hoy fueron los fideicomisos. ¿Qué sigue? Se postula la transformación con base en un mandato que se busca convertir en hegemonía, para hacer a un lado la pluralidad y la democracia. Los entendimientos amplios y los acuerdos esenciales en la diversidad son, ahora más que antes, indispensables.