La violencia en este país simple y sencillamente no ceja, al contrario se recrudece día con día y con ello como sociedad se nos endurece la piel. Son tantos y tan frecuentes los casos de asesinatos, feminicidios, desapariciones, ejecuciones de los que se da cuenta diariamente que como sociedad nos vamos volviendo insensibles. Seguimos cada uno en lo nuestro, debajo de nuestras corazas, detrás de las pantallas, viendo el horror, leyendo impávidos la tragedia sin saber ¿qué hacer? ¿cómo reaccionar? ¿Qué sentir?, ¿se vale sentir? Y el horror se siente cada vez más cerca, porque lo está. 

Y así, en el contexto de enorme violencia que se vive en nuestro país, el lunes 20 de junio los sacerdotes Javier Campos y Joaquín Mora, miembros de la Iglesia católica de Cerocahui, fueron asesinatos por el líder de una banda de la delincuencia organizada que antes había matado a otro sujeto. Estos asesinatos se suman a otros ocurridos recientemente en Ciudad Juárez, en Cuauhtémoc y en la carretera Parral-Jiménez en Chihuahua, pero también a los hechos ocurridos en Michoacán, en Veracruz, en Sinaloa, en la Ciudad de México, y un amplio etcétera que lisa y llanamente hacen evidente la severa crisis en que nos encontramos frente al desbordamiento de la violencia. Los hechos ocurridos en Cerocahui constituyen una especie de alegoría del descaro de los delincuentes, que no les basta con acribillar a tres personas, sino que además desaparecen los cuerpos.

Estos hechos nos entristecen, no sólo por la pérdida de las vidas humanas sino por la enorme impotencia que sentimos y por la evidente situación de vulnerabilidad en que nos encontramos. La violencia que actualmente azota a nuestro país parece imparable y las autoridades se muestran absolutamente incapaces para hacerle frente. Lo que es peor, se empeñan en banalizarla, en trivializarla. Al grado que lo que desde el ejecutivo federal se conoce como la “estrategia de combate a la delincuencia” lleva por eslogan la infantil y trivial frase de: “abrazos, no balazos”. Esto ha servido no sólo para justificar y banalizar la violencia; sino para normalizarla.

Es cierto que en la zona donde ocurrieron estos lamentables hechos el crimen organizado tiene presencia desde siempre, o cuando menos desde que tenemos memoria, ello no es una novedad, pero la crueldad y la frialdad de estos asesinatos es muy simbólica. La historia de los jesuitas en la sierra Tarahumara tiene más de 400 años, y durante muchos años han hecho tareas que ninguna autoridad realiza. Los jesuitas han tenido importante presencia en la zona y han realizado un gran trabajo con las comunidades, pero por lo mismo de alguna u otra manera se han relacionado con el narco, lo han hecho cumpliendo su labor pastoral. Lo ocurrido entonces en la sierra tarahumara viola no sólo lo sagrado de la vida, sino también el derecho que tienen los sacerdotes de acompañar a sus fieles, la integridad de las iglesias como espacios de refugio, y el derecho cristiano de ser enterrado en sagrado.

El paso de los jesuitas por la Sierra Tarahumara está lleno de sacrificios y tragedias, aunque también, como dicen ellos mismos, de errores, aprendizajes y satisfacciones, producto precisamente de su incansable y comprometida labor comunitaria. Y a pesar de que la sierra se ha vuelto uno de los lugares más violentos del país, los jesuitas dicen que no se marcharán, tiene el compromiso con la comunidad y seguirán ahí. Es muy difícil creer y entender lo ocurrido en Cerocahui, Chihuahua. Los sacerdotes Javier Campos y Joaquín Mora llevaban décadas viviendo en la sierra chihuahuense, donde eran reconocidos por su labor en beneficio de uno de los grupos sociales más vulnerables del país.

Y esto último manda un terrible y desolador mensaje: ¡el narco actualmente violenta la tierra de las comunidades indígenas. Y al parecer no hay nadie que proteja a las comunidades. Adicionalmente, según se da cuenta, el homicidio ocurrió en una zona cercana al llamado Triángulo Dorado, que recientemente fue noticia con motivo de una visita del presidente Andrés Manuel López Obrador, quien además pidió que la zona fuera de alguna manera rebautizada con el nombre de triángulo de la gente buena”. En esa gira, las camionetas que transportaban a los periodistas fueron detenidas en un retén con personas armadas, y el hecho fue minimizado, por no decir desestimado, por nuestro presidente. No obstante ello, el martes pasado (justo después de lo ocurrido en Cerocahui, Chihuahua) en su conferencia mañanera, López Obrador no tuvo más remedio que reconocer de manera eufemística, que la zona de Urique es de bastante presencia de la delincuencia organizada”; lo que sea que ello signifique y peor aún, lo que sea que el presidente haya querido decir o implicar con esa frase.

Lo terrible es que la violencia no para ahí, que en el propio estado de Chihuahua según información del gobierno del estado, cuatro personas fueron secuestradas en la comunidad de Cerocahui, dentro del municipio de Urique, en un hecho previo a que los dos sacerdotes jesuitas y otra persona fueran asesinadas en la misma localidad. ¿Frente al horror de la violencia qué nos queda? ¿Frente a la impunidad que podemos hacer?

Actualmente se escuchan voces, incluso desde el propio partido gobernante, que hacen un llamado urgente al presidente para corregir el rumbo y adoptar una estrategia de combate a la delincuencia organizada y al narcotráfico que funcione, y yo añadiría que cuando menos debemos empezar con humildad a reconocer que lo que hasta ahora se ha venido haciendo, definitivamente no está funcionando. ¿Cuántas vidas tenemos que perder frente a esta fallida idea de pseudo combate a la delincuencia? ¿Que tiene que ocurrir para que como sociedad nos unamos y pongamos un alto a lo que esta ocurriendo?

Y quiero ser muy clara, en el sentido de que estoy convencida de que en nuestro país no ha existido una estrategia adecuada y mucho menos eficiente de combate a la delincuencia organizada cuando menos en los últimos tres sexenios, no se sí antes la hubo o si alguna vez la hemos tenido, lo que si sé es que a nivel personal yo tengo muy claro el momento en que identifico como el inicio de esta debacle, y esto es precisamente la mal llamada guerra contra el narcotráfico de Felipe Calderón. Yo identifico esa época como el inicio de la descomposición a muchos niveles. En esa época ubico el incremento de violencia en todo el territorio nacional y el las violaciones sistemáticas a derechos humanos. Al término de su sexenio nuestro país era ya una enorme fosa clandestina. Y así, llegamos al punto en que nos encontramos el día de hoy, este punto que parece como el de no retorno, donde la violencia arrecia mientras las autoridades improvisan en lugar de diseñar una estrategia efectiva para hacer frente a la delincuencia.

Nuestro México ensangrentado es una gran fosa clandestina, es un país donde la madres buscan a sus desaparecidos, donde los militares tienen a cargo puertos, carreteras, aduanas, obras de infraestructura y donde poco o nada hemos logrado en términos de combate a la delincuencia ni mucho menos intenciones de desmilitarizar al país.

Así, frente a la indolencia de las autoridades, frente a la impunidad y frente a la violencia no nos queda más que reinventarnos como sociedad, construirnos y unirnos pensando en comunidad. No nos queda más que recuperar nuestra humanidad y volver a horrorizarnos frente al horror. Nos tiene que volver a doler la pérdida de vidas humanas. Tenemos que recuperar la capacidad de indignaros cuando matan a alguien, con independencia de quién se trate: mujer, periodista, sacerdote, misionero. Es momento ya de dejar la indiferencia y la apatía para recuperar nuestra humanidad. De otra manera estamos condenados a seguir en esta espiral eterna de violencia y perdernos en un infinito laberinto de desasosiego y desesperanza. Nos urge pensar en una manera de dejar a las futuras generaciones un país donde por lo menos quede sembrada la esperanza de un México mejor, más justo donde todas, todos y todes tengan cabida. Donde ninguna vida sea dispensable, donde verdaderamente se combata la impunidad y la corrupción, y donde las madres puedan dormir tranquilas y no tengan que buscar a sus desaparecidos. Tenemos en suma que apostarle a lo único que nos puede sacar de este atolladero y eso es la educación (y no me refiero solo a la formal). Hay que educar en sentido de comunidad, en sentido de inclusión para que quepan (quepamos) todas las personas. Es hora ya de dejar el lenguaje de odio de lado, de dejar la polarización y el encono y de seguir replicando entre nuestros propios círculos las diferencias que marca indolente e irresponsablemente el Presidente de la República. Basta de replicar la división entre chairos y fifis, entre conservadores y liberales. Todos somos México. Hoy decir que me duele México es poco, pero es tal vez la única forma de poner en palabras la enorme frustración frente a la violencia que no para.

¡Ya basta! Mi apuesta es por un México libre de violencia.