Guillermo García Oropeza

La muerte del obispo Samuel Ruiz García ha sido una experiencia de sentimientos encontrados para los mexicanos. Por una parte luctuosos, dada la pérdida irrecuperable; por otra parte, consoladores en cuanto hemos descubierto la hondura de los sentimientos de su feligresía que lo lloró y celebró como se hace a un padre cercano y querido, ese Tatic de los pueblos de Chiapas y figura señera de una mitad de la iglesia mexicana.
Aunque criticado siempre por los sectores conservadores de la Iglesia, lejano a las figuras del poder eclesiástico y a las congregaciones adineradas y aristocráticas, Samuel Ruiz tuvo un reconocimiento internacional y recibe el premio español que lleva el nombre de su antecesor y primer obispo de Chiapas aquel fray Bartolomé de las Casas, que fue la primer conciencia hispánica de los horrores de la Conquista, Samuel Ruiz también adquiere un reconocimiento de Naciones Unidas a su trabajo entre las etnias de su Chiapas que tiene una validez continental y un eco mundial.
Sólo el gobierno y la Iglesia en México parecen no haber apreciado el humanismo, patriotismo y profundidad de su obra.
Demasiado ocupados los altos clérigos en su politiquería cotidiana, la figura del Tatic es asociada con un Concilio Vaticano que quisieran olvidar así como con una Teología de la Liberación que las fuerzas conservadoras de la Iglesia que incluyen a los recientes pontífices quisieran extinguir en el fuego de la hoguera inquisitorial. Pese a esos rechazos, o quizá gracias a ellos, don Samuel se convirtió en uno de los mejores mexicanos y en uno de los grandes cristianos de la época, en una figura suprema de la Iglesia nacional. En una personalidad emblemática.
Una figura que contrasta con la otra figura emblemática y sobresaliente de la Iglesia mexicana y que es el padre fundador de los Legionarios de Cristo, el michoacano Marcial Maciel. Podrá parecer éste un juego perverso pero nadie podrá negar que cada uno de estos personajes son en su campo, en su mitad de la Iglesia —dentro del mediocre panorama de la Iglesia mexicana— grandes figuras representativas.
Maciel, independientemente de sus asquerosas debilidades personales fue a su manera un hombre de grandes éxitos que se distinguió por su habilidad financiera y política, que algunos amigos ricos que tengo le admiran inmensamente, así como por su capacidad gerencial para fundar esa organización tan exitosa en el mundo del catolicismo opulento como es la Legión de Cristo. Tan exitoso Maciel, que de haberse muerto a tiempo antes de que tronara su escándalo hubiera sido candidateado seguramente para subir a los altares. En contraste con el Tatic, que era admirado y querido por una izquierda mexicana que encontraba en él al tipo de clérigo que se había ganado todo su respeto.
El padre Maciel y Tatic son los dos polos de una Iglesia católica demasiado romana e institucional, que oscila entre la tentación de sus arreglos con el poder y su vocación misionera con los pobres y con esos indios mexicanos que son lo pobres entre los pobres, justo el polo opuesto a los millonarios de Cristo.