Del artista plástico Benjamín Domínguez


A Javier Sicilia, en su dolor incomparable.

 

Mario Saavedra

Desde su tan personal como admirable y ya antológica serie de los Arnolfini, caso sui géneris si tomamos en cuenta que la mayor parte de las obras que componen esta amplia suma de espléndidas variaciones fueron concebidas por el artista sin entonces todavía haber tenido contacto con el famoso cuadro de Van Eyck que se encuentra en la National Gallery, el desarrollo estético del pintor Benjamín Domínguez (Jiménez, Chihuahua, 1942) constituye uno de los ejemplos de evolución y de búsqueda más atractivos dentro del contexto de la plástica mexicana de las más recientes tres décadas.

Y si bien la música ha sido un terreno por demás fecundo para estas variaciones sobre un mismo tema, lo cierto es que la historia del arte todo no podría pensarse sin estas constantes de la tradición y la originalidad, como escribió Pedro Salinas al referirse a las usuales y a la vez revolucionarias Coplas a la muerte de mi padre de ese enorme poeta de transición que fue Jorge Manrique. Es más, el itinerario creativo de un artista es, en sentido estricto, tal y como lo ha dejado ver Gaston Bachelard, una suma inagotable de mudas de piel, un cotidiano reacomodo de sus miedos y obsesiones, una perseverante lucha por permanecer en la transformación.

 

Microcosmos

Creador de saltos inusitados, de malabarismos extremos, este reconocido artista de  claroscuros y tonalidades, de texturas y ropajes, de un colorido que por su exuberancia mucho contrasta con la enceguecedora luminosidad de su desértico Jiménez —en una de esas milagrosas paradojas más del arte, fuente primigenia de un mágico universo poblado por seres barrocos cuando no exóticos, unos hermosos y otros aterradores—, Benjamín Domínguez ha sido capaz de construir un condesado y fantástico microcosmos que de entrada nos seduce por una aquí del todo significativa simbiosis del mundo inasible de los sueños y el terriblemente codificado de la realidad.

No hay que olvidar que la escritura es imagen, y que a su vez la imagen constituye otra forma de escritura, lo que este humanista/pintor sabe muy bien y potencia hasta el infinito, porque es innegable que en su obra plurivalente, multifocal, abierta en su compás a las más de las fronteras, la nutrida carga referencial suele apuntar no sólo hacia otros momentos de la historia de la creación plástica, sino también hacia otros ejemplos de las artes visuales, de la literatura, de la música y de la cultura en general.

 

Obra en su madurez

Hombre culto y creador inquieto, Benjamín Domínguez es uno de esos artistas capaces de reinventarse todos los días, de replantearse temas y situaciones, de reconstruir atmósferas y personajes, o de plano de virar sus sentidos hacia otras preocupaciones que siempre terminan por conectarlo con lo que le obsesiona y lo define.

Uno de los artistas más sorprendentes de su generación, la obra plástica de Benjamín Domínguez se decanta hoy en la madurez de un recorrido creativo cuya elaborada poética ha llevado hasta sus últimas consecuencias el culto al cuerpo, con todo lo que ello implica: numen del placer, destino de dolor, objeto del deseo.

Prueba fehaciente de ello es su más reciente exposición Barroco en el museo de arte de la Secretaría de Hacienda, en ese monumental edificio del ex arzobispado donde el artista ya ha exhibido otras veces y su obra luce a plenitud, porque en esas bóvedas macizas y de techos altos, tras los soterrados secretos de beatitud, sus óleos abren la mirada a esos intersticios del placer y del dolor que nos conectan irremediablemente con Eros y Thanatos como principios de nuestra identidad humana.

Cincuenta y siete cuadros de diferentes formatos, Barroco sintetiza muy bien el que ha sido el recorrido estético de un pintor profundamente conectado y comprometido con las más sensibles crisis de su tiempo, de nuestro tiempo, cuya mayor complejidad estriba en una apabullante suma de contrarios a los que de igual modo hacían alusión el culteranismo gongorino y el conceptismo quevediano de los siglos XVI y XVII.

Resultado de una profunda crisis de valores, como el barroco español que por obvias razones mucho influyó en la América novohispana, esta exposición constata el sólido tránsito estético de un poderoso pintor que nos permite vislumbrar una vez más que el arte de verdad debe implicar siempre una búsqueda incansable de nuevos caminos y posibilidades, incluida una última etapa mucho más crítica y reflexiva vinculada a esos censurados y por lo mismo clandestinos recovecos de transgresión sensual y erótica, a los llamados “intersticios oscuros del placer y del dolor”: dolientes, flagelados, sangrantes, moribundos, cuando no personajes entregados a la práctica silente pero exhibicionista de vedados espacios de la concupiscencia.

De frente a un mundo plagado de toda clase de contradicciones, a una realidad nacional que nos indigna por sus grados de violencia y de perversión sin control, esta exposición Barroco del prestigiado pintor Benjamín Domínguez nos corrobora que el arte en su estado más puro sólo puede hacernos volver la mirada a cuanto de sublime y de grotesco se puede agolpar en un mismo ser, en eso que los románticos llamaron el aliento de la vida humana.