Ignacio Trejo Fuentes
(Primera de tres partes)
Me encontré por primera vez con Gustavo Sainz en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam, donde yo estudiaba Periodismo y él enseñaba y coordinaba esa carrera (1973, si no recuerdo mal). La materia —Literatura y Sociedad i, ii, iii y iv— fue un verdadero descubrimiento, y reconozco que fue mi iniciación como lector serio y dedicado de literatura. Gustavo nos hacía leer una novela a la semana y nos daba explicaciones al respecto. Y no eran libros fáciles: Ulises, El hombre sin cualidades, El cuarteto de Alejandría; Mientras agonizo, El hombre invisible, A sangre fría; Rayuela, Gran Sertón: veredas, Tres tristes tigres; Al filo del agua, Pedro Páramo, La región más transparente…
Juro que ninguno de los estudiantes se rajaba, y leíamos fervorosamente (los libros eran de fácil acceso, y baratos). Paralelamente, asistíamos a la clase de cine del maestro. Un día a la semana teorizaba ante nosotros, y otro nos llevaba a la primera Cineteca Nacional donde nos proyectaban películas clásicas, y el profesor, con algún crítico importante, analizaban las distintas técnicas aplicadas en la obra. Qué agasajo escuchar a Emilio García Riera, a Tomás Pérez Turrent, a Jorge Ayala Blanco o a José de la Colina explicando el uso del montaje en King Kong y otras joyas.
Gustavo fue siempre un obseso de la literatura, del cine y la música, y su disciplina nos estimulaba. Entre sus alumnos estuvieron Ángeles Mastretta, David Martín del Campo, José Buil, Emiliano Pérez Cruz, Hortensia Moreno, Salvador Mendiola, Enrique Aguilar, Josefina Estrada, Rafael Vargas, Arturo Trejo Villafuerte y (creo) Gustavo García y Andrés de Luna, quienes después se dedicaron a publicar libros, a hacer películas y, claro, a la docencia.
En algún momento Sainz fue invitado a encargarse de la Dirección de Literatura del inba y llegó consigo a varios de sus alumnos. Yo me incorporé a su equipo un poco más tarde, pero colaboraba con él en la Editorial Grijalbo, donde sostenía la sección de literatura mexicana.
Lo primero que acaparó su atención fue dar apoyo a escritores para que publicaran sus obras: los enviaba con editores amigos o financiaba la edición. Instituyó la lectura de obra por parte de autores jóvenes y/o desconocidos; organizó la presentación de libros en la Sala Manuel M. Ponce seguidos de fastuosos cocteles (en realidad comelitonas y beberecuas donde había manjares y whisky y las mejores bebidas: ¡eran tiempos de abundancia!). Si Guillermo Cabrera Infante, o Mario Vargas Llosa, o José Donoso, o Juan Goytisolo, o Mario Benedetti estaban en México, eran invitados a charlar (yo vi la sala Ponce abarrotada para escuchar a Luis Spota, cuando parecía un apestado del medio literario nacional). Un lujo.
Gustavo ideó la instalación de la Librería del Palacio y se las arregló para editar La Semana de Bellas Artes, que aparecía cada miércoles inserta en cuatro periódicos de circulación nacional. Se tiraban trescientos mil ejemplares, siendo que sábado, de unomásuno (que acababa de salir al público) alcanzaba apenas los cuarenta mil. Pero de esa publicación y sus circunstancias me ocuparé en la siguiente entrega.

