Hombre generoso y benévolo

Por Mario Saavedra
Hijo del gran poeta y también narrador y ensayista cubano Eliseo Diego, Eliseo Alberto (Arroyo Naranjo, Cuba, 1951-Ciudad de México 2011) supuso siendo joven que la mejor manera de formar su propia personalidad era distanciándose de lo que hacía su padre, por lo que su formación primera fue el periodismo. En ese camino, se licenció en la Universidad de La Habana, fue jefe de redacción de la gaceta literaria El Caimán Barbudo y subdirector de la revista Cine Cubano, sin saber entonces, como él mismo muchas veces lo dijo, que del periodismo a la literatura sólo hay un paso y lo que se hereda no se hurta.

Tan polígrafo como su padre, al fin de cuentas, Eliseo Alberto tuvo toda su vida un afer tan intenso con el cine como el de Eliseo Diego con la literatura infantil, por lo que al parejo de su valioso trabajo periodístico y literario ejerció una no menos significativa labor creativa y docente en el séptimo arte, vinculado a instituciones como la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños de su natal Cuba, el Centro de Capacitación Cinematográfica de México o el Sundace Institute de Estados Unidos. Autor de muchos guiones que no tenía entre sus obras de mayor valía, sin embargo alcanzó reconocimiento internacional con la coproducción cubano-española-alemana Guantanamera que dirigieron Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, tras cuya historia de amor nostálgico se agazapa una postura crítica de frente a la suma de problemas de un país que en muchos sentidos pareciera se ha detenido en el tiempo, cuando no lo ha envejecido sin remedio.

Lo cierto es que Eliseo Alberto terminó por regresar a su vocación primera: la poesía, y en sus mejores versos, en sus estrofas más decantadas, incluso las de su bella prosa poética, nos recuerda que abrevan de ese exquisito neobarroquismo que define la obra magnánima de escritores cubanos como Lezama Lima, Alejo Carpentier o el mimo Eliseo Diego; prueba fehaciente de ello son sus poemarios Importará el trueno de 1975, Las cosas que yo amo de 1977 y Un instante en cada cosa de 1979.

En su primera novela La fogata roja de 1985, escrita cuando estaba en el ejército, se perciben, de la mano, un afán imperioso por retratar con “fidelidad” cuanto acontece en el curso de la realidad/ficción, pero a través de un lenguaje no prosaico sino gozosamente elaborado, de vetas explosivas. Con esa primera narración sobre el llamado Coro de los Angeles del general Sandino en Nicaragua, alimentado de la voz de uno de ellos, ganó el Premio Nacional de la Crítica en La Habana.

Escritor de oficio y con una vocación a prueba de todo, como de alguna manera se constata en la temática que dio pie a su siguiente novela La eternidad por fin comienza un lunes (en un tratamiento sobrecogedor del paso del tiempo, como en su padre), Eliseo Alberto cosechó por fin la siembra de tantos años de escritura ininterrumpida cuando por su narrativa y lingüísticamente inquietante Caracol Beach se hizo acreedor al Premio Internacional Alfaguara de Novela de 1998. En la década siguiente publicaría las también novelas La fábula de José, Esther en alguna parte (Premio Primavera de Novela en el 2005) y El retablo del conde.

Todo un sibarita y amante de la vida, hombre generoso y benévolo, a la par de su pasión por la buena comida y la cocina, por ser un espléndido anfitrión, Eliseo Alberto compartió con Juan José Arreola una no menos entrañable afición por el ajedrez. También un gran melómano, un bohemio empedernido, un espléndido conversador, siempre confesó que desde su primera infancia le apasionaron de igual modo la construcción de barcos y el piano, en una indefinida simbiosis del mar y la música que nos recuerda por ejemplo la naturaleza de ese otro gran porta de la lengua castellana que fue el andaluz Rafael Alberti.

El mismo consideraba que su mayor aportación como escritor había sido con su libro de memorias Informe contra mí mismo (Premio Gabino Palma en 1978 y reeditada por Alfaguara en 1997: “Es un libro sobre Cuba, que se escribe solo una vez. A mucha gente le hizo bien, y sin ser pedante sé que si soy recordado alguna vez va a ser por esa obra”. Búsqueda y reconstrucción del pasado y de sí mismo, en esta tan lúcida como apasionante autobiografía Eliseo Alberto pretende empatar el transcurso implacable de la historia y de los hechos con una juvenil pasión revolucionaria que tangencialmente coincidiría con las desquebrajadas utopías del siglo XX: “Como siempre he dicho: se trata de un libro en el que yo defendí un solo derecho: el derecho a estar equivocado, algo que poco se reconoce y menos por los políticos”. Su convincente pero también nostálgico autoexilio desde 1990 en México acabaría por echar raíces definitivamente hasta una década después, cuando de igual modo por pleno convencimiento se naturalizó mexicano.

Ser humano y escritor de una sola pieza, de actos congruentes con las que decía eran sus ideas, de afanes humanísticos y existenciales a prueba de fuego, amigo devoto y leal, Eliseo Alberto nos deja en la que creo era la flor de su edad creativa (a los cincuenta y nueve, la misma del no menos entrañable Víctor Hugo Rascón Banda hace dos años), y si bien desde hace algunos meses luchaba con un mal mortal de salud que muchos creíamos iba a superar dados su tesón y su optimismo ejemplares, su existencia se quebró desgraciadamente muy pronto. ¡Descanse en paz!