Cinta dirigida por el talentoso y capaz Héctor Olivera
Por Mario Saavedra
El gran atractivo de la novela histórica radica en su potencial libertad de romper los rígidos moldes impuestos por la ciencia. El creador literario puede a su vez profundizar en aquellos hondos y oscuros vericuetos de la existencia humana que difícilmente le importan o preocupan a la historia.
Viene a colación aquella famosa expresión del teórico Levin Schücking, cuando se refiere a que “la literatura concentra mayor verdad filosófica que la historia”, en cuanto sus personajes, construidos siempre en mayor o menor escala a partir de lo que el mismo escritor experimenta a través de su propio transitar existencial, se alimentan de esa misma savia vital que en su todo complejo e inagotable condiciona al creador.
Y esta verdad de la creación artística toda se tornará mucho más categórica si el personaje o el tema de inspiración es la misma creación artística, como es el caso de la recientemente estrenada película del talentoso y capaz realizador argentino Héctor Olivera: El mural (Argentina-México, 2011), que en nuestro país ha aparecido con el más completo y pertinente título El mural de Siqueiros, porque tiene nombre y rostro.
Inteligente guión
A partir de un inteligente y bien construido guión del propio Olivera, director especialmente atraído por temas y personajes históricos, esta nueva cinta del también autor de La Patagonia rebelde parte de un hecho por demás significativo en la historia del arte plástico latinoamericano contemporáneo, la concepción del que quizá sea el mural más propositivo y revolucionario —al menos en el terreno estético, que es el que trasciende, sobre todo tratándose de un creador artístico— del gran David Alfaro Siqueiros (Ciudad de México, 1896-Cuernavaca, 1974): Ejercicio plástico de 1933, rescatado ahora —después de muchos años de abandono y posterior desintegración— por el gobierno argentino.
Invitado por la gran escritora y editora Silvina Ocampo a dar una serie de conferencias sobre el tema que más inquietaba a uno de los tres grandes muralistas mexicanos —la responsabilidad histórico-social de la creación estética y el sentido público del arte—, y tras la imposibilidad de pintar un gran mural de temática revolucionaria por el difícil clima político nacionalista que vivía entonces Argentina en el periodo de entre guerras, el polémico genio se encuentra en la encrucijada de producir fuera de su país una de sus obras más propositivas en materia estética.
Así, en plena efervescencia política e intelectual, el millonario y también controvertido editor del periódico Crítica, Natalio Botana (de ideas progresistas, pero también amigo del presidente militar Agustín P. Justo), lo convence para colaborar en el suplemento cultural del diario y pintar un mural en el sótano de su quinta Los Granados, y en ese proceso de creación se van entrecruzando varias historias de amor y desamor, de complicidad y ruptura, de encuentro y desencuentro, entre personajes tan disímiles y a la vez complementarios como el propio Siqueiros, su entonces esposa la poeta uruguaya Blanca Luz Brum, el citado Natalio Botana y su esposa la también poeta anarquista Salvadora Medina Onrubia (y tras ellos, sus indefensos hijos) y hasta un aquí más bien acomodaticio Pablo Neruda.
La trama
Tras el trascendental Ejercicio plástico que el mundialmente reconocido pintor —y también escritor— mexicano realiza con un grupo de colaboradores argentinos en el sótano de la quinta veraniega de Botana, y en el cual vierte sobre todo sus inquietudes estéticas, una suma paralela de acontecimientos sociales unos y sentimentales otros envuelven e influyen en el proceso mismo de creación.
Partiendo de la idea de Ortega y Gasset de que el “hombre es él y sus circunstancias”, y que por cierto permeaba mucho en la época y consideraba a fondo el propio Siqueiros, el en apariencia inquebrantable pintor de ideas férreas es víctima, en su condición más vulnerable, de una relación sadomasoquista con su musa de ocasión, con una no menos contradictoria poetisa entonces de ideas revolucionarias que pasados los años sería condecorada en Chile (enemiga, paradójicamente, de Salvador Allende) nada menos que por el dictador Augusto Pinochet.
La película de Olivera llama la atención por su postura equilibrada de los personajes que intenta retratar más en su condición humana que de protagonistas, con los consabidos altibajos de quienes lejos están de haber sido buenos/buenos, o malos/malos.
Tratándose de personajes entonces más bien de carne y hueso, y no de estereotipos, lo cierto es que en este transcurrir de dichas y sinsabores hay algunos que quedan mejor parados que otros, y entonces es donde surge la pregunta de qué documentos y de cuáles fuentes se habrá nutrido para armar este andamiaje de vidas entrecruzadas, porque referencias varias —aunque sea desdibujadas— las hay en materiales de casi todos, como Confieso que he vivido de Neruda, o alguna biografía escrita por la nieta de la propia Blanca Luz Brum.
Acertado reparto
Como hecho artístico ya independiente, más allá de las posibles licencias que se haya permitido su creador, este El mural de Siqueiros posee virtudes ya por sí mismo, en su cuidada realización, en el bien escogido casting (el único mexicano, Bruno Bichir, y aunque no me acostumbre del todo a verlo como Siqueiros, espléndido en su parte protagónica del gran artista visionario, a la par de los también primeros actores argentinos Luis Machín, Ana Celentano, Carla Peterson y Sergio Boris, entre otros), en la capacidad del experimentado realizador para urdir un documento fílmico donde la sustancia histórica de origen no se desdibuja e ilustra muy bien en los varios ámbitos retratados, así como los elementos de ficción tampoco debilitan (por el contrario, los intensifica) la materia y el contexto referenciados.
No menos logradas son la fotografía de Félix Monti y la recreación del vestuario de época de Graciela Galán, en el contexto de una producción más que decorosa y que habla muy bien del cine actual argentino.
