Ejemplo del buen cine francés
Mario Saavedra
La mayor parte del vendaval de materiales cinematográficos en torno a la sórdida barbarie del Holocausto ha sido por obvias razones desde la perspectiva de los países más lastimados por la invasión y el sometimiento nazis, o incluso de aquéllos otros que en el bloque de resistencia enfrentaron y terminaron por derrotar a los alemanes y sus aliados. Como otro título más dentro de una especie de subgénero que ha dado ya clásicos y otros anodinos del montón, obras de arte y pasquines, auténticos joyas del séptimo arte y panfletos sensibleros, lo interesante de una nueva cinta como La llave de Sarah (Elle s’appelait Sarah, Francia, 2010) es que descubre la postura cobarde y hasta rastrera de una nación que hasta antes de vender su alma al diablo había sido modelo al mundo de librepensamiento y defensa de los derechos humanos.
Para quienes no sepan que Francia no sólo bajó los brazos ante la invasión alemana iniciada la década de los cuarenta (los soldados galos se quedaron jugando futbol en las fronteras con Alemania y Holanda), sino que además acataron al pie de la letra las disposiciones xenofóbicas nazis que propiciaron la Segunda Guerra Mundial, con la réproba aceptación de los sectores más conservadores y racistas, lo revelado por esta nueva película de Gilles Paquet-Brenner es como un baldado de agua fría. Y efectivamente, esa es la tesis y el motivo central de la propia novela fuente de Tatiana de Rosnay, quien inicia su desgarradora narración con una contundente frase que bien demuestra la vergüenza que a casi setenta años de distancia aqueja a los herederos de Voltaire y Diderot: “Aquí no fueron los alemanes sino los franceses…”, y que la novelista conectará más adelante con ésta otra mucho más categórica: “Hitler fue elegido democráticamente…”
En una prueba más de que hay heridas que nunca cicatrizan, Rosnay parte de un episodio más que negro en la historia moderna de Francia, cuando el gobierno y el aparato de seguridad nacional se pusieron al servicio del invasor y llevaron a cabo en 1942 una inhumana redada por toda la ciudad de París, sobre todo en aquellos barrios donde residían judíos franceses y exiliados que brutalmente fueron apelmazados en el Velódromo de Invierno. Cruento preámbulo de un largo y accidentado viaje a Auschwitz cuyo oscuro destino muchos no llegaron ni siquiera a conocer, pues murieron en el camino, la novelista pone en el ánimo y la voluntad de una periodista norteamericana residente en París (Julia Jormond, interpretada solventemente por Kristin Scott Thomas), el remover una historia que plantea incluso una crisis de familia. En el entendido de que la vida es un pañuelo y cotidianamente nos descubre toda clase de paradojas, en el departamento que habitara su suegro siendo niño, y que más tarde les será heredado, es el mismo en el que seis décadas atrás habían sido aprehendidos los Starzynski, con una pequeña Sarah que llevó consigo una historia trágica: la de la promesa que hizo a su hermano menor, a quien encerró en un armario bajo el juramento de ir a rescatarlo, aunque el destino por desgracia nunca se lo permitió.
Impecable adaptación
La impecable adaptación de Gilles Paquet-Brenner reconstruye fielmente esta hermosa parábola sobre la pérdida de la inocencia en la que una niña se convierte en metáfora de una Europa cuya madurez la atrapa bajo el destino de tener que contemplar el horror del que sólo son capaces los seres humanos: “Homo hominis lupus”. Y si la pequeña Sarah tuvo que hacerse adulta en medio este horror, con todo lo que ello implica de desesperanza y melancolía, La llave de Sarah contrasta de igual modo el remordimiento y la culpa de quienes en su inocencia tienen que cargar con el peso específico de los actos de los verdaderamente responsables de la atrocidad: “Me pesa la brutalidad humana”, decía Nietzsche.
Ante el peso de lo que podríamos llamar memoria histórica, la Julia periodista del 2002 termina por darle voz a la triste historia de una niña judía atrapada en la sinrazón de la locura humana de 1942, en cuanto en su condición de obsesiva indagadora del ayer encerrado en un armario (la llave de la suicida Sarah se va con ella) acaba de igual modo por pasarle factura a una humanidad la más de las veces hipócrita, cobarde e indolente. El mensaje es determinante: “El pasado nos persigue, incesante, provocador, y la consciencia nos pone ante su mirada inquisidora”.
Hecha con toda belleza y oficio, como prueba fehaciente del mejor cine francés que atiende al qué y al cómo en una línea de manufactura de indiscutible carácter, esta por demás bien cuidada adaptación de Gilles Paquet-Brenner de la novela homónima de Tatiana de Rosnay es ya uno de esos documentos fílmicos que vale por la consistencia humana de su discurso, por su notable hechura en los más de sus renglones (envolventes fotografía y música de Pascal Ridao y Max Richter, respectivamente) y por la convicción interpretativa de un sólido reparto que encabeza la primera actriz anglosajona Kristin Scott Thomas.
