Ignacio Trejo Fuentes
Desde Lampa vida, Daniel Sada mostró una prosa notable, cargada de un ritmo ligado a la poesía. Pero más que “prosa poética” se trata de un peculiar uso del lenguaje puesto al servicio de frases e imágenes inusitadas. Si no recuerdo mal, la novela citada está compuesta por endecasílabos, es decir está medida, y el resultado es que resulta difícil de leer: es sólo accesible a lectores enterados; los demás quedan fuera, y el ejercicio les parece por lo menos descabellado.
En su momento festejé la obra, y quedé en espera de los trabajos subsiguientes del autor. Al conocerlos ratifiqué, como otros críticos, que Daniel había descubierto una mina literaria de la que difícilmente se desprendería, tal y como ocurrió.
Los cuentos y novelas del bajacaliforniano (su poesía es otra cosa) se convirtieron en himnos al lenguaje, porque se volvió el protagonista principal: sí, las anécdotas son escasas, como si no importaran.
Si los primeros libros de este autor fueron breves, de repente nos asestó volúmenes realmente gruesos, de más de cuatrocientas páginas. Observé lo mismo: Daniel Sada estaba engolosinado con su peculiar forma de contar, con su ritmo “cantadito”. Y lo dije en estas páginas: si había podido soportar esos extraños ríos de palabras que no contaban casi nada se debía a la brevedad de los textos, pero los libros gruesos me parecieron demasiado. El comentario no gustó al escritor ni a varios de sus lectores. Pero ni modo, uno debe decir lo que piensa.
A raíz de la muerte reciente de Sada, se ha desatado una hola de alabanzas a él y a su obra, y uno de los comentaristas decretó en un artículo que el oriundo de Mexicali es ni más ni menos que el mejor escritor mexicano (supongo que se refiere a los vivos); mas ¿dónde quedan Fernando del Paso, Manuel Echeverría, Jorge Arturo Ojeda, José Agustín, Gustavo Sainz, Ignacio Solares, Agustín Ramos, Enrique Serna, David Toscana, Eduardo Antonio Parra, Ángeles Mastretta y varios más? No niego que Daniel Sada merece todo el respeto del mundo, que fue innovador en cierto sentido; pero hay niveles.
Como muchos, me enteré de su enfermedad y lo sentí mucho. La última vez que lo vi fue en Puebla. Estaba desayunando en el restaurante de un hotel con René Avilés Fabila y su esposa Rosario cuando les pregunté si el tipo que estaba pagando la cuenta al fondo del local era Daniel: no pudieron reconocerlo. Pasó junto a nuestra mesa y dejó un “hola” insípido y frío. Más tarde supimos que, en efecto, estaba hospedado en ese hotel.
Por otra parte recuerdo su sentido del humor, aunque por haber coincidió con él en tantos lugares por muchísimos años me sabía de memoria sus chistes, aunque hacía reír a muerte a quienes se los escuchaban por vez primera.
Que los últimos libros de Daniel no me hayan gustado no obsta para que no me agregue a quienes lamentan su deceso. Descanse en paz.