Al iniciarse la temporada 2012 de ópera en Bellas Artes
Mario Saavedra
Qué fortuna haber podido ver la última función de la reposición de Muerte en Venecia, la postrera ópera estrenada por el más que revolucionario compositor inglés contemporáneo Benjamin Britten (1913-1976) en 1973. Todo un acontecimiento, es de esos hechos artísticos que este declarado amante de la ópera celebra con toda justicia, sobre todo porque cercanos amigos de quienes respeto su opinión en la materia me habían hablado muy bien de esta circular producción de mediados del 1999 en el Teatro Julio Castillo del Centro Cultural del Bosque, pues Bellas Artes estaba entonces en obras.
Materia prima de la ópera de Britten y del filme homónimo del realizador italiano Luchino Visconti (1906-1976), qué duda cabe que el polígrafo alemán y Premio Nobel de Literatura Thomas Mann (1875-1955) escribió su pequeña novela La muerte en Venecia de 1911 como un culto al arte, a las ideas estéticas. Razón y sentimiento, verdad y belleza, con qué realidad debe comprometerse el artista, son algunos de los devaneos que aquejan el interior de Gustav von Aschenbach cuando desciende Tadzio, la divina y a la vez diabólica representación de lo bello, reencarnación del rostro y la figura de Eros, condena de los sentidos.
Y en esta suma de asociaciones, muy bien supo a su vez Visconti sintetizar a través del cine otra de las más grandes pasiones del escritor teutón: la música, en su no menos clásica versión cinematográfica de 1971, pues su conjunción Mann-Mahler, palabra y nota, ideada y concretizada por el autor de El gatopardo, logró una de las más bellas películas de todos los tiempos… Un digno homenaje que en mucho ayudó a rescatar a Thomas Mann, y por supuesto también a Gustav Mahler.
Y en esta de igual modo suma de paradojas que es la historia del arte, se sabe que Britten también venía desde hace mucho acariciando la idea de trasladar al género lírico musical el clásico literario de Mann, y que sus colaboradores, entre ellos su letrista Myfanwy Piper (1911-1997), le habían sugerido no ver la exitosa película de Visconti, para que no fuera a influenciarse.
A diferencia del músico inglés que sí respetó el planteamiento original, el cineasta milanés adaptó la novela de su no menos admirado Thomas Mann con muchas más libertades, utilizando implicaciones vivenciales del propio autor de El doctor Faustus (ésta sí una novela en torno de la música) y del a su vez admirado por ambos Gustav Mahler, pues se sabe que su protagonista Gustav von Aschenbach estaba basado en la figura del compositor austriaco, del que conservaba el nombre de pila pero de quien Mann había cambiado su profesión por la de escritor, que era la suya propia.
En la adaptación de Visconti, Aschenbach vuelve entonces a ser compositor, respetando el modelo original, y se añaden episodios recordados del pasado que refuerzan la identificación con Mahler, como la muerte de una hija pequeña. También el parecido físico del Aschenbach de Visconti (Dirk Bogarde) con Mahler es muy grande, como lo es el de su mujer (Marisa Berenson) con Alma, esposa del autor de La canción de la tierra. Todo ello daría la ocasión de emplear su música, que los productores de su anterior filme La caída de los dioses no le habían permitido utilizar, y que aquí se revela inseparable de la propia película.
Si bien la ópera de Britten no es una de sus partituras más coloridas y brillantes, resultando más bien sobria y hasta abstracta en su orquestación, en su sustancia melódica, sobresale en cambio por su profundo desarrollo dramático y su estrecha simbiosis con la naturaleza y la evolución psicológica de cada uno de los personajes. La puesta en México del talentoso y experimentado Jorge Ballina (con la asesoría en materia actoral de Mauricio García Lozano), autor también de un trazo escenográfico espectacular por su presencia y su vistosidad no menos protagónicas, se destaca sobremanera tanto en el terreno propiamente dramático como en el plástico en que consigue cuadros verdaderamente impactantes. Y en ese nivel de empatía con el conjunto se encuentra a su vez el diseño de vestuario de las no menos creativas Tolita y María Figueroa, en comunión con una propuesta escénica y visual que por su unidad dramática y su esteticismo figuran entre lo mejor que hemos visto en muchos años, sobre todo en un terreno como el operístico en el que nos tienen tan acostumbrados a los refritos o reencauchados, como decían los clásicos. Acorde a esta soberbia plasticidad, el diseño de iluminación de Víctor Zapatero, el asesoramiento corporal de Verónica Falcón y las coreografías de Antonio Salinas (¡qué hermosos los juegos de los chicos bailarines-actores en el agua!) redondean un trabajo de equipo admirable por la perfecta composición del todo visible, incluido el uso coordinado y a tope de la nueva mecánica teatral.
Volviendo al espacio estrictamente euterpeano, mucho celebramos el pensar en autores y obras del género lírico fuera de lo común, sobre todo tratándose en este caso de la última obra ¾tan universal como personal¾ del compositor inglés más importante del siglo XX y uno de los más sobresalientes de todo el contexto musical contemporáneo.
El director concertador invitado, Christopher Franklin, resaltó, al frente de una Orquesta del Palacio de Bellas Artes no siempre equilibrada en todas sus secciones, las mejores virtudes de una partitura quizá algo árida en un primer acercamiento, pero relevante en su profundidad tanto dramática como poética.
Las voces convocadas para la ocasión, empezando por el tenor anglosajón Ted Schmitz (con una gran presencia vocal y escénica como Von Aschenbach), están a la altura de las circunstancias; elenco en su mayoría local, destacó nuestro polifacético barítono Armando Gama, en sus varios papeles de distinta factura.
El Coro del Palacio de Bellas Artes, de la mano de Xavier Ribes, volvió a mostrar las virtudes de un ensamble vocal poderoso y capaz en los más de los distintos repertorios que asume casi siempre con notable compromiso. Una Muerte en Venecia, de Benjamin Britten, para conservar en la memoria.
