In memóriam


 

A la memoria de Gina Solana (1921-2012)

 

Mario Saavedra

El pasado 24 de enero, recibí con enormes sorpresa e impacto la muerte trágica y sobre todo absurda del gran cineasta griego Theo Angelopoulos (Atenas, 1935-2012), porque aunque ya septuagenario, dejó este mundo en la raya, “atropellado por la motocicleta de un policía mientras filmaba su más reciente —última película—: El otro mar, en el barrio Dapretsona de su natal Atenas”. Como su colega el portugués ya casi centenario Manoel de Oliveira, Angelopoulos se convirtió desde sus primeras películas en un cineasta de culto, sobre todo en los más importantes festivales europeos,en los cuales su presencia se hacía protagónica no sólo en los años en los cuales había nuevos títulos suyos que generalmente provocaban enorme expectación, sino también en otras ediciones donde su presencia ya fuera como jurado o simple espectador se convertía en una especie de obligado amuleto.

Cine y arte en lugar de leyes

De la abogacía al arte, Angelopoulos descubrió a tiempo que lo suyo no eran las leyes y se trasladó a Francia para estudiar literatura en la Sorbona y cine en la Escuela de Cinematografía de París; eterno y crítico inconformista, sensible lector y oyente de Levi-Strauss, pronto regresaría a su natal Grecia, país que siempre llevó en su corazón y del que decía “tanto adoraba en sus cimientes como le dolía en su destino…”

Primero un crítico estimable y hasta temido, y después de varios intentos fallidos por falta de presupuesto, saltó finalmente a la dirección a finales de la década de los 60 con el cortometraje Ekpombi (1968), con tal solvencia de oficio, que dos años después con su primer largometraje: el ácido drama criminal de la posguerra La reconstrucción, logró el Premio Fipresci en el Festival de Berlín.

De lleno en el que sería su mundo por más de cuatro décadas, el más importante cineasta griego de la segunda mitad del siglo XX iniciaría su verdadera aportación al séptimo arte con la aguda trilogía compuesta por Días del 36 de 1972 (también Premio Fipresci en Festival de Berlín), El viaje de los comediantes de 1975 (galardonado en Berlín y en Cannes) y Los cazadores de 1977, tres dramas políticos de perspectiva histórica con implicaciones contemporáneas con los que Angelopoulos fue consolidando su fama como guionista y realizador de tan previsibles filias como fobias.

Más cercano en su estética y su sensibilidad a Andréi Tarkovski, el cine de Angelopoulos se caracteriza por su reflexiva plasmación narrativa, por sus largos planos secuencia y su obsesivo gusto por la abstracción en títulos a medio camino entre la historia y el mito, con claras referencias de actualidad política.

Vasta obra

Durante la década posterior rodó algunos de los títulos más significativos de su filmografía, empezando por su tan personal como agudo Alejandro Magno, de 1980, premiado en el Festival de Venecia; el que para muchos es su mejor filme: Viaje a Cythera, de 1984, mejor guión en Cannes; El apicultor, de 1986, drama psicológico protagonizado por el gran Marcello Mastroianni, y Paisaje en la niebla, de 1988, uno de sus títulos más laureados, Premio a la Mejor Película Europea de ese año en los Goya españoles y otros importantes galardones en distintos festivales más, entre ellos, por supuesto, Venecia y Berlín.

Para entonces convertido ya en un autor imprescindible y de culto, durante los noventa estrenó El paso de la cigüeña, de 1991, otra vez con Mastroianni, en esta ocasión acompañado por la gran diva de la nouvelle vague, Jeanne Moreau; su hermosísima y devastadora gran epopeya La mirada de Ulises, de 1995, drama ambientado en los Balcanes y protagonizado por Harvey Keitel que consiguió el Fipresci en Cannes y otra vez el Goya a la Mejor Película Europea, y La eternidad y un día, de 1998, con Bruno Ganz, Palma de Oro en Cannes. Realizador de cocción más bien lenta, por lo que su filmografía no muy extensa, por estos mismos años participó en el colectivo Lumiere y compañía, de 1995, compartiendo créditos con David Lynch, Spike Lee, Peter Greenaway, Vicente Aranda y John Boorman, entre otros importantes cineastas.

En plenitud de facultades, ya una auténtica leyenda viviente, en el nuevo milenio se propuso elaborar con toda paciencia la gran trilogía histórica sobre la Grecia del siglo XX, condensada proyección en imágenes de una mirada absoluta, definitiva y quizás testamentaria a partir de los hechos más significativos (entre otros, las invasiones del ejército rojo en Grecia, los desplazados europeos de principios de siglo, la Rusia post-Stalin, el Holocausto y hasta actual gran crisis económica), bañada toda ella por esos sentimientos de nostalgia y melancolía que definen buena parte de su obra.

El que sería su gran legado cinematográfico, dio inicio con Eleni (la Elena del mito, como también se llama la más joven de sus tres hijas), del 2004, una hermosa y no menos estrujante mirada en torno del exilio, de la inmigración, de la huída y el abandono forzados.

La segunda entrega, de 2008, El polvo del tiempo, protagonizada por William Dafoe e Irène Jacob, teje mucho más fino en torno al mismo asunto, de la mano de un director —quien no puede ser más que él mismo— que comienza a rodar una película sobre la vida de sus padres en el exilio, separados el uno del otro por la Segunda Guerra Mundial, y quienes en medio de un milagroso encuentro son atrapados por una gran tragedia personal.

El otro mar cerraba esta trilogía que ya no pudo ser de la mano de su dios-creador-padre, a menos que algún discípulo y admirador suyo prolongue —a manera de epitafio— la mirada siempre conmovedora de este gran genio de la cinematografía del siglo XX. ¡Descanse en paz!