Ignacio Trejo Fuentes
(Primera de dos partes)

Este año, María Elvira Bermúdez debía cumplir cien años, pero murió en 1988. No estuve en su funeral, lo que me dolió mucho: vivía yo en Estados Unidos. Éramos amigos.

¿Pero quién fue María Elvira Bermúdez? Le llamábamos, cariñosamente, la Agatha Christie mexicana, por la nada sencilla razón de que era especialista en literatura policiaca: conocedora y practicante. Además de escribir su literatura, publicaba reseñas en varios periódicos y revistas.

Vivía en la calle Flora, en la colonia Roma, y los jueves invitaba a sus (entonces) jóvenes amigos: recuerdo a Agustín Ramos, Leo Mendoza, Carlos Miranda y yo. Nos recibía con sándwiches, y reciprocábamos con ron y whisky. Eran reuniones de agasajo porque Bibis, así le decían sus familiares, entre otros su nieto Juan José Reyes (que publica en estas páginas), nos contaba cosas.
Nos contó, por ejemplo, que fue la primera abogada litigante en este país, y que sus colegas le recriminaban: “¿Qué haces aquí, en este mierdero de hombres?”. Y dijo que luchó porque las mujeres mexicanas tuvieran derecho a votar en elecciones gubernamentales (mi hija Raquel no da crédito a que las damas estuvieran excluidas).

Contó muchas cosas más, que omito por respeto a su memoria.

En esa casona de Flora estuvo trabajando hasta tarde, porque debía entregar un ensayo al día siguiente. Pero como ya era grande y se sintió cansada, se fue a dormir, prometiéndose reanudar el trabajo a las primeras horas del día siguiente. ¡Bendito cansancio! Ocurrió el terremoto del 19 de septiembre de 1985, y María Elvira no pudo despertarse antes: su estudio se vino abajo: hubiera muerto sepultada por sus miles de libros (los demás volúmenes estaban distribuidos en distintos espacios de la casa (¿verdad, Juan José?) (Esto lo cuenta de manera magistral Marco Antonio Campos.)

Una vez le tocó ser parte del jurado del Premio de novela al que convocaba cada año el periódico El Nacional, y ella apoyó Utopía gay. Los otros dos integrantes del Jurado dijeron: “¡Pero cómo puedes apoyar una novela de jotos!”. Ella replicó: “Pinches viejos retrógradas”. Eran Andrés Henestrosa y Miguel Álvarez Acosta. María Elvira se las ingenió para saber el nombre (los trabajos se enviaban bajo pseudónimo) de su “defendido”. Resultó ser José Rafael Calva, quien desde entonces se integró a la tertulia de los jueves en la casa de Flora 14 (ahora, a un lado, está la oficina de detección del Sida).
De ese tamaño fue María Elvira Bermúdez.

Cuento esto porque en fecha próxima se le rendirá un homenaje en el Palacio de Bellas Artes, al que concurrirán quienes fueron amigos de María Elvira. Doy las gracias a nombre propio y el de ellos, a Stasia de la Garza y a Ixchel Cordero, de la Coordinación Nacional de Literatura del INBA, quienes aprobaron la idea de recordar a la Agatha Chirstie mexicana. La próxima semana me referiré a algunos de los libros de la queridísima y admirada Bibis.