Ignacio Trejo Fuentes
(Segunda y última parte)

Tuve la fortuna de ser amigo de Guillermo Fernández casi durante cuarenta años, y aseguro que además de enorme poeta, de sabio en muchos sentidos, fue un hombre generoso y, esencialmente, simpatiquísimo: estar junto a él significaba estar en una fiesta. Era sarcástico con los demás y con el mundo, pero a cambio sabía reírse de sí mismo. Y era mesurado: llamaba versitos a sus enormes poemas.

Solía organizar reuniones con sus amigos y alumnos, e italianista furibundo como era, preparaba pastas extraordinarias y las hacía acompañar de los mejores vinos.

Y era melómano, mas ocurría que al llegar la una de la mañana, despachaba a Mozart, a Vivaldi o a quien fuese para poner en su lugar a Leo Dan. Eso era infalible.
Vivió algunos años en uno de los departamentos de la Casa de las Brujas, de la colonia Roma, y tenía vecinos como Sergio Pitol, Mario del Valle, Vicente Quirarte, Rafael Vargas, Eduardo García Aguilar, todos ellos poetas y narradores, de modo que el enigmático vecindario era siempre una fiesta. Recuerdo que una noche, recién llegado de Europa, Pitol llegó al departamento de Guillermo envuelto en una bata magnífica provisto de vino de aquellas tierras y de un disco de un violinista desconocido por acá. Estuvimos bebiendo el primero y escuchando al segundo, pero al sonar la una de la mañana el anfitrión mandó al demonio al violinista y puso en su lugar un disco de Leo Dan. Tras los terremotos de 1985, los escritores emigraron: Guillermo se fue a Narvarte.

(Mucho tiempo después, dijo a mi mujer: “Para andar con Nacho necesitas mostrar sabiduría. ¿Qué canción sabes de Leo Dan?”. Ixchel respondió: “Esa pared”. “Magnífico”, dijo el poeta, “porque para entender esa canción se necesita haber leído a Hegel”.)

Una vez acompañé a José Emilio Pacheco a presentar, en Toluca, el libro que Hugo Verani había preparado sobre aquél, y entre la multitudinaria asistencia estuvo Guillermo Fernández. José Emilio lo reconoció e interrumpió su discurso para elogiarlo. Luego, durante el coctel, Guillermo propuso que en vez de regresar con José Emilio y Hugo al df, me quedara en su casa. Acepté, y fue un lujo, porque preparó una de sus célebres pastas italianas, convidó vino y música. Y ocurrió lo previsible: a la una de la mañana Beethoven y Brahms callaron, y alzó la voz Leo Dan. Nos divertimos como locos. A la mañana siguiente almorzamos, y en vez de llevarme a la terminal de autobuses, me llevó hasta mi domicilio en la Ciudad de México. De ese tamaño era Guillermo.

Podría yo hacer un largo anecdotario sobre Guillermo Fernández, pero quiero quedarme, por ahora, con el fulgor de su poesía, con el recuerdo de su generosidad y con su incomparable simpatía. Además, mientras tengo noticias aún vagas sobre su asesinato, me parece estar en la escena del crimen, su casa, en la que varias veces me saturé de vino y pastas y música y bromas y poesía.

Mientras volvemos a encontrarnos, descansa en paz, maestrín.