Andrés Manuel López Obrador

 

Los almendros dormidos bajo la lluvia…

Gabriel García Márquez

(La mala hora)

 

 

 

Regino Díaz Redondo

Dios hizo el milagro o quizás Satanás. A Andrés Manuel López Obrador, ateo político, lo transformó el soplo divino. Un arcángel le transmitió la voluntad del supremo hacedor: “Sólo siendo buenos seremos felices…”

Hermana de la caridad, don Manuel abre los brazos como si estuviera en el calvario… Dejad que los votantes se acerquen a mí… Es un apóstol en busca de la Presidencia.

¿Tiene este señor cara de arrepentimiento? Digamos que es polifacético; condescendiente, reparte absoluciones en tarjetas postales envueltas en papel celestial.

Sorprende, quizá no tanto conociéndolo, cómo, en seis años, López Obrador ha evolucionado. De estandarte de los necesitados y luchador contra la opresión “financiera y política” pasa a salvador de almas. El duende de la magia negra.

Es el peregrino, profeta hasta julio, de la buena nueva. Después, depende del resultado de las elecciones y de que allá arriba lo sigan cobijando por ser un devoto feligrés.

 Mal dialéctico sí es. Mentirosillo, también. Pero a pocos embauca. Vuelve a las andadas y oculta su rencor endémico a quiénes lo cuestionan.

En 2006 perdió las elecciones y los estribos; gritó e invadió espacios. Lanzó acusaciones extravagantes y se dio golpes de pecho. Clamó al cielo con alegórica ilusión: “Soy el presidente legítimo…”

Entonces, por conveniencia, avaló y prohijó al democratizador Ernesto Zedillo. Fue su aliado y, en algunas ocasiones, cómplice del asesor de multinacionales para apuntalar el cambio tan deseado.

Algo de historia

Junto a Vicente Fox, distribuidor de refrescos y primer jefe del Ejecutivo  de derecha, los tres se quitaron de encima a cuantos eran incómodos y cuestionaban su impunidad. Pactó con los ingenuos que creyeron en él, respaldó las medidas antizapatistas de Zedillo y colocó en las casas o chozas de los campesinos altares con su foto para que lo reverenciaran.

(Algo de historia: dice Enrique Krauze en una supina defensa del ex presidente: “Ernesto Zedillo no robó, no abusó, no mató. Honró como pocos la presidencia de México”. De esta forma aclara las dudas surgidas cuando publicó en el mismo diario que un juez de Connecticut acusó al politécnico de tener responsabilidad en la matanza de campesinos del movimiento zapatista de Acteal. Ambos artículos se publicaron con una diferencia de menos de quince días en El País, de cuyo consejo de administración es miembro el mencionado democratizador. Qué a tiempo rectificó usted, don Enrique, con cuánto énfasis lo hizo. Lo felicito por su rapidez en deshacer entuertos y poner a cada quien en su lugar.

(Ay, aquellos días con don Octavio Paz, señor Krauze. Recuerde, porque yo lo tengo en la memoria, su afán por integrarse a Excélsior. Una de las frases que me dijo en nuestros diálogos en Sanborns de Niza fue: “Bueno, ya está bien, queremos sumar esfuerzos con usted…” Entonces no me percaté que pudo ser el primer paso para preparar mi salida del periódico que yo dirigía. La estrategia, no sé si me equivoco, funcionó, quizá con aquiescencia del asesor de transnacionales, ahora ejemplo de virtudes.

(El caso es que la maniobra empezaba a cuajar. Acéptelo; yo ya lo hice y sólo conservo una triste sonrisa. Sólo le pido que haga un examen de conciencia porque las letras libres las escribe usted).

Icono de la izquierda

Recuerdo las arengas y el malhumor de López Obrador, individuo de fobias y exabruptos; indispensable referente del no rotundo cuando conviene; testarudo y agresivo cuando su barco navega viento en popa; pragmático ser que hizo obras faraónicas que nunca terminó.

Incongruente al tomar decisiones, se inclina por el populismo y la ventaja política. ¿Tiene virtudes? Sí, una de ellas es la de ponerse el traje que mejor le queda en el momento adecuado para no desentonar y dar lecciones de moral como pastor evangélico.

Llega al Zócalo en un viejo Volkswagen, imagen de su humildad. Baja del vehículo, mira a la gente que le rodea y luego al coche que lo trae: “Miren, es mi único patrimonio…”, y subsiste, desde entonces, con la ayuda de los amigos.

Es el patriarca de los ambulantes y, ya jefe de gobierno, se deshace de ellos porque afean la ciudad. Mi vocabulario es el del pueblo, afirma. De esta manera, responde a los que dudan o lo abuchean. Reparte palmadas en la espalda de quienes se dejan y suda frustraciones.

Dos veces vencido en Tabasco, aspira a ser icono de la izquierda, pero desconoce a los teóricos de esa tendencia aunque la utiliza como muletilla en el momento propicio.

Cree que ha llegado la hora, la última hora, de su reivindicación. Se engalla: “Hay que deshacerse de los ineptos” (Calderón) y del priísmo ante el que se agachó y veneró durante décadas.

Antaño,  todos eran malos, ahora desparrama bonhomía y sostiene que el equilibrio social está en la democracia cuya etimología le desagrada. Quizá porque los griegos no son santos de su devoción y hay tan pocos en México que no vale la pena preocuparse.

Espíritu puro, entregado al cultivo del amor entre los hombres, es un apologista de la conmiseración. Insiste en que todos somos pecadores empedernidos y que el redentor ha llegado.

Durante su tránsito político decepcionó a personas de valía e intelectuales conscientes y respetados. Pregona que quienes le dieron la espalda están equivocados o tuvieron miedo de ser expulsados de la burguesía. Sólo quiere ser el mártir, quien carga la cruz y, si fracasa, le preguntará a su protector: “…¿Por qué me has abandonado…?”

Se acuerda del Mesías, su mesías, y quiere sacar del templo a latigazos a los mercaderes con los que comparte bromas y sonrisas. Es un ambivalente empedernido.

Durante estas últimas semanas de campaña, López Obrador da la impresión de estar contrito, que sufre. Se considera el adalid de los pobres esclavizados. Va a los pueblos y siembra en el campo semillas de maíz de mala calidad aunque deja claro que necesita dinero porque parte de la cosecha es suya. Es el capataz de la hacienda y va en caballo de la misma.

Su desenfrenado anhelo de poder le obliga a ser protagonista de la reconciliación ciudadana en la que no cree.

Obsesión: Palacio Nacional

En varias ciudades —no hay más que seguirlo en las redes— pide tranquilidad pero le favorece que la situación del país se agrave porque le permitirá obtener mejores resultados. Los Pinos está cerca, piensa.

Sólo le falta el escapulario sobre la camisa sin corbata y el saco a cuestas… a ti, besos en la mejilla izquierda; a otros, en la derecha; a los escépticos, en la frente y a las damas de rebozo, que piden consuelo, un fuerte abrazo y la promesa hecha ley… ya verás, espera, pronto tendrás más comida, algunos vestidos, centros de salud, salarios más altos y viviendas decentes. Lo expresa en voz baja por si lo oye quien no le conviene.

Este personaje, anacrónica figura del populismo más rancio, nunca es sincero ni siente el deber auténtico de proteger a los que apapacha.

Llegar al balcón central de Palacio es el objetivo, su única obsesión. No cree ni en él mismo. Pero, iluso, apuesta otra vez para confundir a los votantes.

Está infectado por la demagogia y conserva adeptos, por si las moscas. Los gestos de su rostro son los de un mal actor que ve el fin muy próximo pero chanalea y blofea con descaro.

No convence, palia el dolor con promesas imposibles de cumplir pero cada vez conocemos más sus tretas, sus ambigüedades.

Confía en los desmemoriados para que vuelvan a votarlo. Piensa que con Josefina Vázquez Mota, como contrincante, será fácil arañar sufragios.

Le molesta Enrique Peña Nieto, lo tiene atravesado. Pero a éste no parece preocuparle mucho el encono del tabasqueño.

Aunque en política no existen imponderables, ningún adversario es pequeño y el ayer suma o resta según el estado de ánimo de los que llenan las urnas.

Así que…