Por un error en la edición impresa (3074 del 13 de mayo de 2012) este artículo apareció sin el crédito correspondiente. Queda constancia de que el autor es Mario Saavedra.  A los lectores y al autor les ofrecemos una disculpa.

 

En Bellas Artes, estreno para celebrar y recordar

Mario Saavedra

Una de las obras maestras del enorme talento lírico de Richard Strauss (1864-1949) y la predilecta del compositor alemán, La mujer sin sombra (Die Frau ohne Schatten) fue la cuarta de sus seis óperas escritas en colaboración con el notable poeta austriaco Hugo von Hofmannsthal (1874-1929), a partir de una historia de Goethe contenida en su colección de novelas breves Conversaciones de emigrados alemanes de 1795. Quizá la más compleja y entreverada tanto en el terreno músico-vocal como en el literario-escénico de este afortunado binomio, estrenada en la Staatsoper de Viena con algunos problemas en 1919, apenas terminada la Primera Guerra Mundial, esta ópera en tres actos corresponde al Opus 65 y marca la madurez de Strauss, la mitad del camino andado en la que fue una carrera prodigiosa y ejemplar para la escena, y que junto con Hofmannsthal dio otros prodigios como Elektra, El caballero de la rosa y Ariadna en Naxos.

De un Richard Strauss ya para entonces del todo comprometido con la elaboración de partituras con una densa y robusta orquestación a la manera wagneriana, y en el terreno dramático ¾que aquí alcanza una notable aquiescencia¾ dominado por una sensualidad y un simbolismo freudianos que en el propio Hofmannsthal también habían hecho mella, La mujer sin sombra exige a su vez un nutrido elenco de voces con suficientes poder y brillo para no ser opacados por la vigorosa sonoridad del que para entonces ya era un singular lenguaje musical en plenitud de facultades. Die Frau ohne Schatten representa, entonces, el encuentro soberano de los mayores hallazgos y virtudes de la sustancial obra lírica de Strauss, de un autor enteramente maduro, cuya elocuente teatralidad es aquí dominada por una partitura que en sí misma condensa el ejercicio de una Contemporaneidad a tope ¾en el más amplio y profundo sentido del término¾, de temas contrastados, de variables estados de ánimo, de sensualidad y dramatismo, de una seductora vitalidad a flor de piel.

Paladín a ultranza del género lírico-musical en nuestro país, ejecutor de sus más osados ejercicios y empresas en décadas recientes, sólo Sergio Vela pudo haberse echado a cuestas el estreno en México de una obra de esta envergadura, con esos mismos conocimiento de causa, pasión y respeto al género con los que acometió por ejemplo la tetralogía El anillo del Nibelungo y el Tristán e Isolda wagnerianos, y antes el Idomeneo y La clemenza di Tito mozartianos o el Macbeth verdiano, por sólo citar algunos de sus montajes más celebrados. Y en esta ópera cimera del gran genio de Richard Strauss lo hace además con la madurez que dan los muchos años de brega y estudio, porque para quienes sabemos que era un proyecto por él largamente acariciado, su impronta no sólo se manifiesta aquí en su trazo escénico inteligente y pletórico de recursos dramáticos (la teatralidad en una obra de esta naturaleza no implica poner a los cantantes a hacer circo y maroma), de lúcidos interlineados y referencias a favor de una deslumbrante partitura que se expresa por sí misma y de una no menos compleja y solvente línea de canto, sino que irradia en toda esta empresa de la que sabemos fue su espíritu motor. Todo sea por la causa de un quehacer operístico nacional que da bandazos, y por supuesto sin dejar de agradecer el que se nos ofrezca algo distinto a los habituales lugares comunes y más sobados caballitos de batalla. En el trato dramatúrgico le colaboró el poeta Fernando Fernández.

Y si en esta ocasión no contó con dos talentosos colaboradores de cabecera como Jorge Ballina y Víctor Zapatero, el diseño de escenografía e iluminación, respectivamente, han recaído ahora en el no menos creativo y experimentado Philippe Amand, muy en la línea de otros trabajos recientes del mismo Vela, por lo que el resultado a la vista es efectivo y más que alentador, en provecho de una puesta casi expresionista que bien subraya el propio trabajo emanado del binomio Strauss-Von Hofmannsthal. Utilizando en toda su capacidad la renovada mecánica del Teatro de Bellas Artes, los diferentes planos, niveles, espacios, atmósferas, dentro de una historia fantástica con innumerables connotaciones al terreno de lo real tangible e ideal, se exacerba en un montaje muy afortunado tanto en su propuesta dramática como visual, en una manifiesta unidad que permite disfrutar cuanto escuchamos y vemos, sin pestañear, por más de cuatro horas. Así contribuyen también los demás rubros artísticos y técnicos.

Y las más de las voces convocadas para la ocasión están dentro de lo requerido, a la altura de las circunstancias, si bien destaca el trío de las femeninas en los roles protagónicos, que por otra parte implican la mayor exigencia en la materia de la ópera. Es el caso de la soprano dramática anglosajona Rebecca Nash, quien a su robusta sonoridad y su bello timbre, suma la flexible técnica necesaria para atacar con fortuna los varios pasajes de coloratura que exige el rol (cómo olvidar la memorable versión de Leonie Rysanek) de la Emperatriz. Otro tanto habría que decir de la mezzosoprano polaca Malgorzata Walewska, extraordinaria en su no menos difícil papel de la Nodriza que francamente amerita una amplia y endiablada extensión de canto entre los graves y agudos que constituyen un examen doctoral en la materia. Y cierra el círculo la soprano rusa Olga Sergeyeva, sorprendente y poderosa Tintorera, que es un papel rayano en la histeria ¾por lo mismo, es la más humana de la tres y con la mayor carga dramática¾ y requiere enormes resistencia y poderío sonoro. Entre los dos roles masculinos importantes, particularmente grato resulta la presencia de un bajo mexicano como Noé Colín, quien ha hecho una importante carrera en Austria por sus innegables talento y condiciones; en su papel del Tintorero está que ni mandado a hacer, con una solvencia de canto que sorprende por su aplomo, más allá de que para una tesitura como la suya (las carreras son más largas y las voces alcanzan su madurez más tarde) todavía sea joven. Otra cosa habría que decir del tenor italiano-norteamericano Carlo Scibelli, que si bien en los graves y medios muestra un timbre agradable y con buena proyección, en cambio sufre y se va apagando en los agudos como el esporádico Emperador. Los demás papeles secundarios cumplen sin mayor notoriedad, a diferencia de un coro protagónico tanto de adultos como de infantes dirigidos eficientemente por el siempre capaz y profesional Xabier Ribes.

Para cerrar la pinza, una para la ocasión justamente robustecida Orquesta del Palacio de Bellas Artes (bajo una dirección sabia, madura y sensible de Guido Maria Guida), que no enseña la regular pobreza de sus cuerdas y la más habitual deficiencia de sus alientos, con un brillo y una sonoridad a los que por desgracia no nos tiene acostumbrados. En conclusión, un estreno en México de La mujer sin sombra, de Richard Strauss, más que halagüeño, para celebrar y recordar por mucho tiempo.