A pesar del G-20
Magdalena Galindo
Como era de esperarse, el tema que más ocupó y que más seguirá preocupando a los países integrantes del G-20, reunidos en Los Cabos la semana pasada, es la crisis económica por la que atraviesa Europa. Y como era de esperarse, no se llegó a ninguna solución que aleje el fantasma de una nueva y profunda recesión que abarcaría el mundo en su conjunto. Y es que, en realidad, el sistema capitalista ha llegado a tal profundización y agravamiento de sus contradicciones internas que ni los jefes de Estado de los 20 países ni los economistas más famosos, ni nadie puede resolver las contradicciones intrínsecas del sistema.
Como cualquiera que haya vivido durante los últimos cuarenta años puede constatar, el comportamiento de la economía internacional se caracteriza hoy por las crisis financieras recurrentes que estallan en diversos países y se contagian con enorme rapidez al resto del mundo. La crisis llamada de deuda soberana que vive hoy Europa, aunque tenga algunos rasgos particulares si hablamos del conjunto de la Unión Europea, o si nos enfocamos en algún país en especial como Grecia, Irlanda, Portugal o España, puede decirse que no obstante esas especificidades, ha repetido el patrón de la crisis de la deuda de América Latina que llevó a la década perdida de los años ochenta.
Los dos factores fundamentales de la crisis europea es que todos los países de la Unión presentan un déficit significativo en sus presupuestos gubernamentales (mucho mayor en el caso de Grecia), y al mismo tiempo un enorme endeudamiento (otra vez en el caso de Grecia, la deuda suma alrededor del 120 por ciento de su producto interno bruto) y aunque no cabe justificar a los políticos que condujeron a sus países a esa situación, sí cabe preguntarse por qué todos los gobiernos de América Latina en los años ochenta y ahora todos los europeos, al igual que Estados Unidos, han recurrido a gastar más de lo que reciben como ingreso y han elevado las deudas hasta convertirlas en impagables.
Se trata simplemente de la respuesta a la crisis económica estructural que estalla en los años setenta en los países altamente industrializados, es decir, en Estados Unidos, Japón y Europa. Ante esa situación, todos los países de América Latina reaccionan aumentando el gasto público, con el fin de impulsar el crecimiento de la economía y evitar la recesión que se les viene encima. Ese aumento del gasto público no puede financiarse con un aumento en los impuestos, ya que perdería su efecto de impulsar el crecimiento. Por lo tanto, se financia con deuda. En el caso de América Latina, hay que agregar que los créditos se contrataron a tasas flotantes, pero que se situaban alrededor del seis o del ocho por ciento. En esos años, como parte de la estrategia de Ronald Reagan y también como decisión unilateral de los banqueros acreedores, las tasas de interés de la deuda de América Latina se multiplicaron al doble, o sea al 12 ó 14 por ciento, con lo que todos los países, empezando por México, fueron cayendo en la insolvencia.
Ahora, hay que recordar que la crisis financiera de Estados Unidos, que ya había dado señales de alarma con la llamada crisis de las punto com, estalla con enorme virulencia en 2008. Y la respuesta es la misma: el gobierno estadounidense realiza el mayor gasto público para hacer el salvamento de los bancos, y se financia fundamentalmente con deuda. En el caso de los países de la Unión Europea, cuando la crisis de Estados Unidos se contagia y amenaza con una fuerte recesión, intentan atenuarla aumentando el gasto público y, por supuesto, lo financian con deuda.
Claro que finalmente esa deuda se vuelve impagable y es cuando el Fondo Monetario Inernacional y el Banco Mundial intervienen para exigir a los países en bancarrota que reduzcan drásticamente su gasto a cambio de un salvamento que, en última instancia, significa aumentar más la deuda, y desde luego castigar a los trabajadores con el desempleo y la caída de sus ingresos a fin de que sean ellos los que paguen los costos de la crisis.


