En su puesta en escena en el Teatro Julio Castillo

Mario Saavedra

El francés Georges Bizet (1838-1875) llegó a la fórmula extraordinaria de Carmen (1875) tras una serie bastante nutrida de intentos teatrales, terminados o no, emprendidos en varias direcciones; surgió como creación completamente diferente no sólo en el contexto de la producción bizetiana, sino en el de toda la escena lírica francesa del siglo XIX, con esa citada “fórmula extraordinaria” tanto en su construcción dramática como en su arquitectura melódico-orquestal, a tal grado que si algunos de sus elementos secundarios son cambiados por otros de valor equivalente o menor, no se trastoca el resultado conjunto. Versiones de este clásico las hay por montones y de todos los niveles, en prácticamente todos los terrenos de la creación, más o menos afortunadas, y su esencia permanece incólume, como en los casos no menos manidos de Cervantes y Shakespeare.

Inspirado en la novela homónima de Prosperó Merimeé, y con el apoyo irrestricto de los avezados libretistas Meilhac y Halévy, mucho se cuidó Bizet de no caer en la vulgaridad ni en la chapucería, si bien el asunto y la naturaleza de los personajes eran terreno propicio para hacerlo; su “verismo” elegante, como lo llamaron algunos críticos de la época, si acaso se inclina de vez en cuando hacia la sencilla cordialidad de la opereta, sin dejar de volver irremediablemente al esquema de “gran ópera” (por cuestiones sólo técnicas fue estrenada en la Opéra-Comique) que siempre tuvo su autor en mente. Los más exactos calificativos se los dio nada más y nada menos que Nietzsche, quien al escucharla por primera vez en Italia dijo, comparándola con la música de Wagner: “Parece ligera, mórbida, cortés… Es rica. Es precisa. Construye, organiza, llega a buen término: por ello es la antítesis de la música tentacular, de la «melodía infinita». ¿Se han escuchado jamás sobre la escena acentos trágicos más dolorosos? ¡Y de qué manera se alcanzan! ¡Sin remilgos! ¡Sin acuñar moneda falsa! ¡Sin la mentira del gran estilo! En fin, esta música considera que el oyente es inteligente, incluso como músico…”

En la suma de todos esos tantos atributos de magistral escritura se encuentran, entre otros, su riqueza melódica extraordinaria, su tratamiento armónico de notables invenciones, su inagotable caudal de frases bellas y de fácil memorización, su medido distanciamiento de cuanto pueda siquiera parecer barato exhibicionismo o sensiblería, la capacidad del compositor para ver a sus personajes como objetos vivos y musicales, su desarrollo dramático-musical tan sorprendente como impecable y, por qué no, su disposición al gran espectáculo sin límites que es la ópera, por antonomasia…

Pero por tratarse precisamente de la ópera quizá más popular y conocida, lo que se haga con ella para bien o para mal salta a la vista y no pasa inadvertido. Es el caso de la más reciente y controversial puesta en el obra y casi bombardeado Teatro Julio Castillo (¡no entendemos por qué no tuvo cabida en el Palacio de Bellas Artes, más allá de los problemas de programación, con todo y su función de velatorio!), en una propuesta que si bien llega a contrastar violentamente con el original y por momentos se siente incluso gratuita e injustificada, tiene en cambio la virtud de ser coherente con el todo aquí confeccionado en escena por el argentino Marcelo Lombardero. Abonando al espectáculo de esta Carmen sui generis y altisonante (me viene a la mente una más excéntrica y discordante versión del catalán Calixto Bieito en el Liceo de Barcelona del Don Giovanni mozartiano), en ese mismo esquema se encuentran los diseños adicionales y complementarios de escenografía, vestuario, iluminación y hasta coreográfico, que firman, respectivamente, en un todo de procedencia rioplatense, Diego Siliano, Luciana Gutman, Horacio Efrón e Ignacio González Cano, en provecho de un contundente y propositivo montaje cuya eficiencia dramática encuentra sentido más allá de haberse valido, como pretexto de vida, de uno de los clásicos por excelencia de la ópera decimonónica y universal.

Pero como en materia musical y vocal se trata de Carmen, con la partitura de Bizet como marco protagónico, no podemos dejar de hablar de la verdadera razón de ser de lo que termina por dar sentido real a este proyecto. Y si Cármenes hemos visto y escuchado a raudales, en todos los medios y espacios, la aquí convocada mezzosoprano brasileña Luisa Francesconi reúne los atributos vocales, histriónicos y hasta sensuales que exige este por demás sobado rol de Merimeé-Bizet. Hermosa y seductora, envolvente, convence inclusive en los no pocos pasajes de baile moderno (igualmente contrastantes con la naturaleza melódica del original, pues cabe hasta el break dance) en los cuales sobresalen su sensibilidad y su garbo latinos, propiamente cariocas.

Y a don José le da aquí solvente vida nuestro tenor Dante Alcalá, quien a su natural hermosísimo timbre ha ido sumando tanto una cada vez más madura técnica de emisión como una más convincente escuela actoral; frío e incierto en la entrada del primer acto, va ganando en seguridad y protagonismo.

Cerraron el cuarteto, ella como la no menos contrastante Micaela que aturde por su debilidad y él como un Escamillo aquí trasplantado al absurdo del popular cantante de banda ligado a la delincuencia, la soprano mexicana Maribel Salazar y el barítono también argentino Luis Ledesma, ambos en papel e igualmente con virtudes vocales e histriónicas acordes a un clásico operístico que si bien aquí se teje y contextualiza con otros hilos, permanece en la esencia de un original maestro al que no han agotado los tantos manoseos de sus ya casi ciento cincuenta años de vida exitosa.

Una vez más celebramos la casi siempre garantizada participación del Coro del Teatro de Bellas Artes bajo la dirección del avezado Xavier Ribes, y aquí ampliado por un no menos protagónico ensamble vocal infantil de la Schola Cantorum de México que coordina el maestro Alfredo Mendoza.

Sorpresivamente más que regular en todas sus secciones se volvió a escuchar otra vez la Orquesta del Teatro de Bellas Artes, de nuevo bajo la batuta docta de José Areán, quien como en su anterior y sobresaliente La hija del regimiento de Donizetti destacó por su sensible cuidado de los cantantes, en especial dentro de un acelerado y ampuloso montaje donde no tienen posibilidad alguna de respiro.