La aquiescencia de la música

Mario Saavedra

Entre  las orquesta más antiguas de la Unión Americana, junto con las de Nueva York, Boston y Saint Louis, la Sinfónica de Chicago fue fundada en 1891 por el empresario Charles Norman Fay, con Theodore Thomas como su primer director titular.

Con sede en el Orchestra Hall, en el complejo del Symphony Center, hermoso espacio diseñado por el famoso arquitecto local Daniel H. Burnham e inaugurado en 1904, la Sinfónica de Chicago se convirtió muy pronto en una de las instituciones orfeonísticas referenciales en Estados Unidos.

Con el nombre con el que hoy se le conoce desde 1913, esta afamada y espléndida agrupación ha estado estrechamente vinculada  al Festival de Ravinia, dentro del cual confecciona sus temporadas de verano, contando entre sus titulares de mayor prestigio con Artur Rodziński, Rafael Kubelík, Fritz Reiner, Georg Solti (quizá su etapa más gloriosa, pues este notable músico húngaro estuvo ligado a la OSC por más de tres décadas, de 1969 a 1991), Daniel Barenboim y Bernard Haitink.

Con un no menos copioso y variable acervo discográfico de casi mil títulos, con muchos premios y celebradas participaciones en los soundtrack para varias películas, el glorioso historial de la Sinfónica de Chicago se ha visto enriquecido además, entre sus más célebres batutas invitadas, con auténticas leyendas de la talla de Richard Strauss, Camille Saint-Saëns, Edward Elgar, André Previn, Leonard Bernstein, Leopold Stokowski, Erich Leinsdorf, John Williams, Eugene Ormandy, Carlo Maria Giulini y Claudio Abbado, sin olvidar el protagónico ascendente del gran Pierre Boulez

De visita en México, como uno de los números estelares del Festival Cervantino en su edición 2012, la Orquesta Sinfónica de Chicago ha confirmado por qué es una de las instituciones musicales con mayores prestigio y calidad. Desde el 2008 con el napolitano Riccardo Muti como director titular, apenas unos años después de que éste dejara la Orquesta de la Opera de la Scala de Milán donde había estado por casi veinte años (Boulez mantiene su puesto como director emérito, como el legendario Georg Solti lo tuvo, hasta su muerte en 1997), la Orquesta Sinfónica de Chicago ha ofrecido un programa poco habitual, pues presentó dos sinfonías que por sus dimensiones y características sirvieron en este caso para evidenciar la solvencia de un robusto ensamble cuyos equilibrio y sonoridad en cada una de sus secciones debieran servir de modelo.

La única partitura en su género compuesta por el belga César Franck (1822-1890), la Sinfonía en re menor es quizá la más ambiciosa de su autor, de absoluta madurez, algo así como su testamento musical, compuesta entre 1886 y 1888. Estrenada en el Conservatorio de París el 17 de febrero de 1889, con una recepción más bien fría y una clara resistencia por su evidente ascendencia germánica, específicamente wagneriana y por supuesto lisztiana, esta auténtica obra maestra de Franck, que por otra parte es la que más ha contribuido a enaltecer su prestigio, está dedicada a su sobresaliente discípulo Henri Duparc… Lo cierto es que su compleja y robusta estructura poco contacto tiene con una tradición francesa que en el siglo XIX (otros casos insólitos fueron, también únicos con respecto a sus autores, la Sinfonía fantástica de Berlioz y la Sinfonía en do de Bizet, o la Sinfonía No. 3 de Saint-Saëns y la Sinfonía española de Lalo, más bien disfrazados conciertos para órgano y violín, respectivamente) veía en ella un ejercicio de naturaleza y procedencia más bien teutonas, al margen de lo hecho por los más recalcitrantes nacionalistas…

Obra de raigambre más bien alemana, la suntuosa y por demás exuberante versión que de ella nos regaló ahora la Orquesta Sinfónica de Chicago y su actual titular evidenciaron su grandilocuente sonoridad y su sentido cíclico, como rasgos típicamente germánicos y sobre todo decimonónicos. Pero de igual modo hicieron énfasis en ese perfum no menos característicamente francés que hace de esta bellísima partitura de Franck no sólo uno de los modelos por excelencia de la incursión sinfonística gala, sino de todo el siglo XIX en que alcanzó su grado paroxístico.

Y para cerrar la pinza, la más bucólica y menos densa de las cuatro sinfonías del alemán Johannes Brahms (1833-1897), su Sinfonía No. 2 en re mayor, opus 73, compuesta en el verano de 1877, durante una visita de su autor a los Alpes austríacos. En su segunda sinfonía, Brahms conservó la forma típica de la sinfonía clásica y sus cuatro movimientos, si bien en su atmósfera cada vez más seducido por la impronta de Ludwig van Beethoven, por ese genio de transición entre dos siglos que había perfilado la conquista definitiva de la modernidad en la música.

Definitoriamente también la de gestación más rápida, a diferencia de la Primera y anterior que le había llevado casi quince años, es por eso mismo de igual modo la más inspirada y beethoveniana, en un claro ascendente que por muchos motivos nos remite a la Sexta o Pastoral del genio de Bonn. Por lo mismo la más diáfana de la cuatro, reconocida de inmediato en toda su belleza por su cercana amiga y consejera Clara Schumann, recibida con enorme beneplácito por el público desde su primera audición el 30 de diciembre de 1877 (el público  hizo que se repitiera el tercer movimiento), en Viena, bajo la dirección de Hans Richter, constituye un parte aguas en el acervo brahmsiano, un alto en el camino, que somete por su equilibrio transparente y su gozosa hermosura melódica, por su carácter contemplativo y alegre.

Escrita para dos flautas, dos oboes, dos clarinetes, cuatro trompas, dos trompetas, tres trombones, tuba, timbales y cuerdas, Ricardo Muti nos regaló una lectura que si bien destacó el equilibrio de una orquesta con un sonido poderoso e impecable en sus alientos y cuerdas, que suelen ser el talón de Aquiles de los más de los ensambles de mediana a baja calidad, la enriqueció con ciertos matices y cadencias que gratamente refrescan una obra de repertorio las más de las veces dominada por la moderada sobriedad, y que tratándose en este caso de un músico tan ligado al género lírico, a su propia procedencia mediterránea, le supo imprimir un aire ciertamente diferente  y tonificante. Sin dejar de ser Brahms, ni de dejar de escuchar su Segunda sinfonía en re mayor, nos permitió acceder a este otro gran portento de la sinfonística. ¡La aquiescencia de la música!