Temporada de ópera en Bellas Artes

Mario Saavedra

Por mucho la más popular de las óperas de Gioacchino Rossini (Pesaro, 1792-París, 1864), El barbero de Sevilla (1816) está inspirada, al igual que las célebres Bodas de Fígaro de Mozart, en la prohibida y por lo mismo exitosa trilogía libertina de Beaumarchais. Su prodigio reside en su genuina y precoz originalidad, atributo que su autor descubrió desde sus primeras obras —quizá por su misma capacidad creadora desbordada, en un periodo de febril escritura—, pero también por la molesta y a la vez provechosa exigencia de los empresarios para que se “encerrara” sólo a escribir, porque el público lo aclamaba.

Entre los caballitos de batalla en las temporadas belcantísticas, El barbero de Sevilla afianza su popularidad el que ofrezca siempre posibilidades de lucimiento no sólo a cantantes y músicos, sino también a los responsables de los otros rubros creativos, convirtiéndose así en fuente inagotable de goce para el público, por el desenfadado desarrollo de su chusca historia, por sus bellísimas y chispeantes melodías, por sus inconfundibles arias de lucimiento para las voces casi especializadas que convoca.

Ahora bajo la dirección del sapiente José Octavio Sosa, la Opera de Bellas Artes vuelve a considerar este clásico de la lírica bufa rossiniana, en esta ocasión de la mano de un quizá algo excéntrico pero de rodos modos gozoso montaje de la talentosa y creativa Juliana Faesler que se destaca por su frescura, por su gracioso trazo a favor de un original que se mantiene vigente a casi ya dos centurias de su festejado estreno.

Al fin gente de teatro, y aunque hemos celebrado las más de sus incursiones en el género (su Jenufa del bohemio Leos Janácek fue toda una revelación), y un poco a contracorriente del original, ha apostado aquí por darle particular peso específico al personaje de Rosina encerrada en una jaula de oro, tejiendo fino sobre la idea de su sometimiento dentro de una sociedad conservadora y machista, donde el amor y la complicidad filial aparecen como válvula de escape, como tabla liberadora.

Si bien la producción toda resulta vistosa y se deja ver con gusto, en provecho de un todo elocuente, empezando por el diseño escenográfico de la propia Faesler que apuntala sus variantes por fortuna no estrambóticas ni en perjuicio de las voces (quizá sólo haya que reclamarle la ubicación de algunos elementos, como el de la citada jaula, que dificultó la proyección vocal de los intérpretes de por sí ya opacados en varios momentos por la orquesta), este nuevo montaje de Il barbiere di Siviglia ha dejado más que un buen sabor de boca.

En una puesta más bien minimalista, el vistoso y funcional vestuario de Mario Marín de Río abona a una atinada lectura que ha sabido hacer hincapié en el carácter bufo y hasta simbólico de este clásico de Rossini. Lo mismo se puede decir de Clarissa Malheiros, quien ha asesorado y apoyado a Juliana en el trazo actoral, fino y certero dentro de una línea bufa en otras ocasiones más cercana al humor gratuito e involuntario, a la caricatura, cuando Rossini era un auténtico maestro en traslapar con eficacia la carga dramática contenida ya en la partitura con el uso de la comicidad, en el plano teatral, como signo ágil y vital del transcurrir cotidiano.

En el terreno vocal, ha significado un gratísimo reencuentro el regreso a los escenarios mexicanos de nuestro extraordinario tenor Javier Camarena en el mejor momento de su sobresaliente carrera, con un Conde de Almaviva que conoce a la perfección y ha cantado infinidad de veces en algunos de los teatros más importantes del mundo. Bello timbre, robusta sonoridad, escuela y técnica depuradas, expresividad, afinación, matices, son sólo algunos de los atributos de este formidable tenor ligero (soberbio desde su inicial “Ecco ridente in cielo…”, y ¡qué decir de su envolvente “Cessa di più resistere”!), destacado sobre todo con algunos de los más célebres roles del repertorio belcantístico; nos ha confirmado por qué está haciendo una carrera sólida en Alemania, con constantes y aplaudidas participaciones en algunos de los teatros de mayor abolengo.

Otra agradabilísima sorpresa dentro de este elenco totalmente “hecho en México”, para confirmarnos que aquí hay talento de sobra, ha sido la presencia del barítono José Adán Pérez, quien nos ha regalado un Fígaro dominador del escenario, que seduce por su  desenvoltura y su donaire, por su natural vis cómica; festejado en su acometida del celebérrimo “Largo al factótum”, su mancuerna con Camarena hace suponer que se conocen y han trabajado juntos de tiempo atrás. Como Rosina, la joven mezzosoprano Casandra Zoé Velasco (muy bella y musical su “Una voce poco fa”), cuyo hermoso timbre y encantadora apostura prevén un gran futuro, conforme vaya ganando en soltura y aplomo. Como viejo lobo de mar, el barítono-bajo Stefano di Peppo, quien da vida a un doctor Bartolo más cercano aquí a lo humano que a lo caricaturesco, con la firme sonoridad que alcanzan las buenas voces maduras de su tesitura. Cierran la pinza, el barítono Amed Liévanos y el bajo Carsten Wittmoser, este último un poco duro en un Don Basilio carente más bien bufonería.

No es posible decir lo mismo por desgracia de la Orquesta del Palacio de Bellas Artes, con una partitura que debiera fluir sin contratiempos, y con la cual mostraron algunas pifias casi siempre adjudicables a los alientos y sobre todo a una trompas por lo general irregulares. Pero si bien hay momentos de grandes brillantez y sonoridad, quizá sobre lo que haya que llamar más la atención sea sobre la conducción de la batuta invitada Marco Balderi, quien en varias ocasiones se olvida de las voces y les echa encima toda la batería.

Del Coro del Teatro de Bellas Artes, en cambio, hay que volver a decir que estuvo a la altura de las circunstancias, bajo la dirección de un Xavier Ribes que siempre es una garantía.