De separatismos y federalismos/I-II

Guillermo García Oropeza

Con el pequeño retraso hacia su independencia que vive Catalunya y que seguramente el tiempo enmendará, vuelve a estar en el aire un viejo tema de la política, aquel que opone el federalismo al centralismo.

Un tema vivo en muchos países, incluyendo a países como la Argentina o nuestro México, donde allá en el siglo XIX mucha sangre se derramó entre los partidarios de los dos sistemas.

Y en México, permítaseme la expresión, muy a la mexicana ganó el federalismo. Y digo “a la mexicana” porque nuestro federalismo teórico terminó siendo un feroz centralismo aunque conservando, claro, las formas y los nombres.

El centralismo mexicano es uno de tantos males que heredamos de España ya que antes de la Conquista y sujeción a la corona española lo que llamamos México desde Tejas y California hasta el país maya (cuya mitad está en Centroamérica) era una feliz y caótica dispersión de tribus que habían ido llegando, suponemos que básicamente del norte infinito a lo largo de siglos incontables y donde no existía, por supuesto, las  nociones de nación o de estado.

Cierto es que los aztecas ya muy tardíamente fueron construyendo su imperio sangrientamente centralista y fue una mal jugada que nos hizo la historia que Cortés derrotara a los aztecas e impusiera su nueva capital (contra toda lógica urbanística) sobre las ruinas de México-Tenochtitlan, y que el imperio azteca haya sido la base para sus expansiones colonialistas (es típico que la conquista de la Nueva Galicia formada por pocos españoles y muchos indios haya salido precisamente de la ciudad de México) y luego la Nueva España sujeta al doble centralismo de la ciudad de México y Madrid) es un ejemplo de un reino que estaba bastante vacío y que nunca se convirtió en un Estado, diríamos ahora “desarrollado”.

Por eso al llegar la Independencia los mexicanos, por simple inercia y pereza mental debieron haber seguido siendo centralistas. Me imagino que Iturbide y su famoso “imperio mexicano” era naturalmente centralista. Pero luego México se encontró con un juguete político nuevo: el federalismo norteamericano  que contra toda lógica se llegó a imponer aquí.

Y digo contra toda lógica porque el federalismo norteamericano era una solución no sólo lógica sino inevitable en un país como el que se formó de las trece colonias, donde a los primigenios núcleos ingleses y protestantes de todos colores se sumaron presencias holandesas, un poco alemanas y luego francesas y donde tendrían que convivir (algo que fracasó a su tiempo) una economía latifundista y esclavista con una comercial y luego industralizada, basada no en los negros esclavos sino en la afluencia de migrantes europeos.

El pacto federal norteamericano fue una genialidad política de aquellos founding fathers, cuyos equivalentes no se dieron por supuesto en México.

Así que el federalismo mexicano se encarnó en el nombre curioso (y que nadie usa fuera de la papelería oficial) de Estados Unidos Mexicanos que por alguna razón quiere cambiar Felipe Calderón, quien a la mejor tiene la razón, pero por la sinrazón del odio que siento contra él se la niego, así a la mexicana…